Don Carlos

Giuseppe Verdi
Don Carlos
Opéra en 5 actes
du 15 au 28 septembre 2023

Direction musicale Marc Minkowski
Mise en scène Lydia Steier
Scénographie Momme Hinrichs
Costumes Ursula Kudrna
Lumières Felice Ross
Dramaturgie Mark Schachtsiek
Direction des chœurs Alan Woodbridge
Vidéos Momme Hinrichs
   
Don Carlos Charles Castronovo - Leonardo Capalbo
Philippe II Dmitry Ulyanov
Élisabeth de Valois Rachel Willis Sørensen
Rodrigue de Posa Stéphane Degout
La Princesse Éboli Eve-Maud Hubeaux
Le Grand Inquisiteur Liang Li
Thibault Ena Pongrac
Un moine William Meinert
Le Comte de Lerme Julien Henric
Une voix céleste Giulia Bolcato
Les Députés de Flandre Raphaël Hardmeyer
  Benjamin Molonfalean
  Joé Bertili
  Edwin Kaye
  Marc Mazuir
  Timothée Varon
La comtesse d’Aremberg Iulia Elena Surdu

Chœurs du Grand Théâtre de Genève
Orchestre de la Suisse Romande

Grand Théâtre de Genève

Vos critiques

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Revue de presse

DON CARLOS abre la temporada operística en Ginebra

Federico Figueroa – OperaWorld.es – 29 septembre 2023

source: https://www.operaworld.es/critica-don-carlos-abre-la-temporada-operistica-en-gi…

 

El Grand Théâtre de Ginebra abre su temporada con Don Carlos, la versión original en cinco actos, escrita por Giuseppe Verdi para la Ópera de París en 1867, con libreto de Joseph Méry y Camille du Locle basados en el Dom Karlos, Infant von Spanien de Friedrich Schiller. Se trata de una obra en el estilo grand opéra, que se ha paseado por el mundo en su versión italiana. Pero es en su versión original, en francés, donde la sapiencia del maestro de Busseto se hace patente, como en ese primer acto que tiene lugar en el bosque de Fontainebleau, en el que consigue una elegancia rítmica a la par de delicadas sonoridades que entroncan perfectamente en la italianità del compositor.

La dirección de esta nueva producción fue confiada a Lydia Steier, que presenta un espectáculo tan gris como la escenografía y vídeos de Momme Hinrichs creada principalmente de un gigantesco cubo, con una pared que tiene un pasillo detrás, y con dos lados diáfanos y una más de paneles abatibles. Un gran lámpara que desciende en algunas escenas y unos practicables que sirve de bancos o altares. Parece que estamos en algún edificio del esplendor soviético. El vestuario (Ursula Kudrna) y el atrezzo nos lo confirman. El cubo gira y va creando los diversos espacios que requiere la trama. El bosque de Fontainebleau se resuelve perfectamente con imágenes proyectadas en una pantalla de fondo e inscrita entre las columnas y la escalinata. Aunque se vea el esplendor de esta corte dictatorial en estilo estalinista, ya sea en el claustro de Yuste o en la habitación privada de Felipe II, queda claro que todos los que allí habitan están en una enorme cárcel. En los primeros giros de la gran escenografía las bonitas imágenes desde diferentes ángulos, con una iluminación (Felice Ross) ajustada a cada escena, entran con gusto por los ojos. Sin embargo, cuando gira y gira y vuelve a girar el proceso pierde interés, quedando como un recurso sobreexplotado.

Steier subrayó que se inspiró en las películas La vida de los otros (Das Leben der Anderen, 2006) y La muerte de Stalin (The Death of Stalin, 2017) y creo que da en la diana en la comparación del miedo con el que se podría vivir entre las intrigas de la corte del monarca más poderoso del mundo y aquella de las cloacas de una dictadura. En esta puesta en escena vemos monjes en la pared contigua, escuchado con auriculares al marqués de Posa y al Infante Carlos. Otras ideas originales de Steier es mostrar a la reina Isabel de Valois embarazada y más adelante al rey Felipe II con un bebé en brazos (Isabel Clara Eugenia). A veces era confuso el momento en el que estábamos, pues la ornamentación y el vestuario, entre Rey Sol y dictador de república bananera, nos transportaba a un universo kitsch que no emulsionaba del todo bien con la música de Verdi.

Marc Minkowski continúa explorando la grand ópera, en este teatro ha dirigido Les Huguenots (1836) y La Juive (1835), que él ve como un gran soufflé. Pero las obras de Meyerbeer y Halévy fueron creadas tres décadas antes que la de Verdi y el italiano necesita más solidez en la sonoridad. En su haber, los tempi rápidos y la búsqueda de colores expresivos que la Orchestra de la Suisse Romande mostró diligentemente y el Coro del Grand Théâtre una flexibilidad bien trabajada.

El tenor Charles Castronovo como Don Carlos, canta con elegancia y hermosos matices, consigue ser homogéneo en todo su registro, sin problemas en la zona aguda. La estadounidense Rachel Willis Sørensen compuso una Elisabeth doliente. Su voz, de agradable timbre, corre bien del registro central hacia arriba. En la zona grave pierde consistencia, aunque en esta producción y siendo ella casi la imagen de una «dolorosa» podríamos darlo por parte del espectáculo. La mezzosoprano suiza Eve-Maud Hubeaux fue una agradable sorpresa para mi. Su Éboli tuvo la pasión y el toque de «locura» necesario. Arrancó una gran ovación tras incendiaria interpretación de «Ô don fatal et détesté». Dmitry Ulyanov fue un Felipe II consistente vocalmente aunque no logró transmitir al completo la complejidad del personaje. Gran voz la del bajo Liang Li como Gran Inquisidor. Más que volumen es la manera en que maneja su homogéneo instrumento. Esta habilidad también la mostró el barítono Stéphane Degout construyendo un Posa de gran nobleza. La calidad vocal del barítono francés maravilla. En los papeles secundarios, todos bien cumplimentados, llamó mi atención la presencia de la Voz del Cielo (Giulia Bolcato) atravesando el escenario como una madre con su hijo hambriento.

Un espectáculo bien recibido por un público variopinto, en cuanto a edades, que aplaudieron con entusiasmo a todos los artistas que comparecieron en el escenario. Este Don Carlos refuerza mi idea, basada en comentarios de otros colegas, de la subida constante en la calidad de los espectáculos del GTV.

Ginevra, Grand Théâtre – DON CARLOS

Federico Capoani – ConnessiAllOpera.it – 27 settembre 2023

source: https://www.connessiallopera.it/recensioni/2023/ginevra-grand-theatre-don-carlo…

 

In una stagione che, tra Lombardia ed Emilia-Romagna, vedrà a novembre-dicembre ben tre diverse produzioni del Don Carlo (tra l’inagurazione della Scala, il circuito lombardo e quello emiliano), ma sempre nella versione milanese in quattro atti, risulta quasi d’obbligo attraversare le Alpi per raggiungere Ginevra dove ascoltare invece la versione parigina del 1867.

Negli ultimi anni, infatti, il Grand Théâtre de Genève ha presentato un ciclo dedicato al grand opéra con la direzione di Marc Minkowski. Se nel 2020 abbiamo ascoltato, nella Roma calvinista, gli Huguenots di Meyerbeer, nel 2022 sulle rive del Lemano è approdata La Juive di Fromental Halévy. Quest’anno invece è Don Carlos (con la s: in francese e in cinque atti) ad aprire la stagione. Ora, Don Carlos si trova all’incrocio di due tradizioni operistiche, tra melodramma italiano, dove regna la supremazia del canto, e grand opéra francese, fatto di grandi scene di massa, imponenti forze vocali e orchestrali. E se a dicembre, alla Scala, Chailly arriverà a dirigere Don Carlo con un percorso che, partendo dal giovane Verdi continua verso la maturità, Minkowski, che non è specialista verdiano, arriva a Don Carlos dal lato opposto, quello francese, ed è inevitabile che nella sua interpretazione sentiamo maggiormente gli aspetti transalpini dell’opera.

Sia chiaro: Don Carlos e Don Carlo sono due opere differenti. Non vogliamo qui asserire che solo la versione francese abbia dignità di completezza e che quella in quattro atti sia una sorta di riassunto a uso e consumo del pubblico italiano. Certamente, però, ascoltare nella sua quasi integralità il capolavoro verdiano è sempre interessante. Se poi l’esecuzione è pienamente nello spirito del grand opéra, allora Don Carlos non sembrerà, come qualcuno ritiene, un Don Carlo allungato, con un balletto di dubbio interesse e un primo atto tutto sommato sacrificabile. Se si rispetta lo stile francese, accettando senza troppe remore il gusto, a volte un po’ discutibile, di certe convenzioni del grand opéra, le quasi cinque ore di spettacolo acquistano tutto un altro senso.

Tra tutte le scelte possibili sulla partitura verdiana, Minkowski opta quasi sempre per l’inserimento di pagine spesso tralasciate: il balletto è presente, ma in forma ridotta (si esegue, nel terzo atto, il valzer, l’inno e il finale, mentre l’adagio viene trasferito all’inizio del quarto come una sorta di preludio, con il violino solista in scena nel ruolo di un carceriere che sorveglia Don Carlo). Non solo: tornano in scena i brani già tagliati alla prima parigina (a causa dell’orario dei treni suburbani). C’è il coro iniziale “L’hiver est long”, c’è la descrizione delle Fiandre distrutte dalla guerra nel duetto Filippo-Posa, c’è il coro iniziale dell’atto terzo “Que de fleurs et que d’étoiles” con il seguente scambio degli abiti Elisabetta-Eboli, e il duetto tra le due protagoniste femminili nel quarto atto è presente in forma completa. L’unico brano a non essere recuperato — e questo un po’ dispiace — è il compianto sul corpo di Posa con la melodia che Verdi riutilizzerà per il Lacrymosa del Requiem. Sono rispettate fino in fondo anche le convenzioni strumentali dell’opera francese: ci sono, in buca, sia le trombe sia le cornette, e soprattutto, in luogo dell’ormai comune cimbasso per eseguire la parte più grave degli ottoni (strumento che però certamente non si sarebbe visto in un’orchestra parigina) l’Orchestre de la Suisse Romande recupera la ben più rara oficleide.

Come atteso Marc Minkowski, alla guida dell’Orchestre de la Suisse Romande (ottima al netto di qualche piccola imprecisione), incarna perfettamente in Don Carlos lo stile del grand opéra. Un suono avvolgente e pastoso, fatto di ampie frasi legate, che cura molto l’amalgama. Questo significa, dall’altro lato, un’orchestra non asservita alle linee di canto come spesso succede nel repertorio italiano, o in Verdi quando vi si cercano i caratteri belcantistici — e qualche volta quindi l’orchestra non si cura di superare il volume della voce. Notevole, nella direzione di Minkowski, la gestione dell’ampia tavolozza di colori che l’orchestrazione di Don Carlos richiede: dalle sinistre sonorità del controfagotto nella scena del Grande Inquisitore al gusto esotico della canzone saracena alla sontuosità dei grandi assiemi. Lo si vede bene a ogni ripresa del Leitmotiv dell’amicizia di Don Carlos e Posa, che cambia ogni volta di carattere, ora eroico ora tragico ed elegiaco. Il numero di sortita di Eboli diventa il luogo in cui cercare quel carattere leggero, quasi offenbachiano che spesso compare nei grand opéra. Negli Huguenots di Meyerbeer c’è “Ah ! Si j’étais coquette”, in Don Carlos è la chanson sarrasine dove Eboli può, nel mezzo di un grande dramma tragico, deliziare il pubblico con una parte da soubrette. Fuori luogo? oggi forse diremmo di sì. A Parigi, nel 1867, no di certo. E chi è abituato alle grandi esecuzioni del repertorio verdiano troverà quindi certi finali un po’ kitsch ed eccessivamente bandistici, con gli ottavini squillanti, i controtempi degli ottoni e gli onnipresenti piatti: ma in fondo questo è il grand opéra, e in cinque ore anche di questo c’è bisogno. In tutto ciò va comunque segnalato qualche scollamento con l’ensemble corale (preparato da Alan Woodbridge) che appare spesso in ritardo sugli attacchi nei grandi finali primo e terzo.

Nel ruolo dell’Infante di Spagna, il tenore statunitense Charles Castronovo sembra troppo leggero, troppo lirico rispetto allo spinto a cui siamo abituati, per quanto una voce più giovanile sia più sensata quando l’opera comprende l’atto di Fontainebleu. E allora è un “Je l’ai vue” tutta giocata sulle mezzevoci, e perfetti sono i toni lirici nei due duetti con Elisabetta. Si sente invece un po’ la stanchezza nel finale terzo, dove a Don Carlos sono richiesti ben altri accenti: nel presentare i deputati fiamminghi, e nel “Sire, il est temps que je vive !” gli acuti, un po’ stentati, mancano dell’eroismo d’un principe ribelle. È l’unico momento di dubbio su Castronovo: nel finale dell’opera ritorna su toni elegiaci più adatti alla sua voce. Nel complesso, è un Don Carlos in cui risalta più l’amore per Elisabetta e l’amicizia con Rodrigo che la volontà sovversiva. E qui si vede la differenza tra Don Carlo e Don Carlos: nella versione italiana Castronovo non sarebbe l’interprete adatto, in quella francese, dove la trama personale è alla pari con il dramma politico — come in ogni grand opéra che si rispetti — è perfettamente centrato.

Elisabetta di Valois è Rachel Willis Sørensen. La sua voce, dolce e delicata e capace di ottimi pianissimi, la fa apparire come vittima della vicenda politica e umana. Il tono spensierato con cui inizia l’opera, nel primo duetto nel bosco di Fontainebleu, lascia subito il posto a un accento tragico che accompagna tutto il suo ruolo: ne è massimo esempio, già nel primo atto, l’Oui! (“d’une voix mourante”, sta scritto sul libretto, e l’indicazione è seguita alla lettera) con cui acconsente alle nozze con Filippo II, supplicata dal popolo francese. E così è struggente nel consolare la contessa di Aremberg in “Ô ma chère compagne” o nella grande aria finale. E nel duetto con Eboli del quarto atto, ascolta la confessione (“J’ai tout compris”) addolorata e colpita per il tradimento, senza toni vendicativi di rivalsa.

Il baritono francese Stéphane Degout è un grande specialista di quei ruoli “nobili” di cui il marchese (poi duca) di Posa è caratteristico esempio. Non è certo il canonico baritono verdiano, con uno squillo adatto a cabalette bellicose: è invece il perfetto interprete per le grandi scene del repertorio francese. La voce ampia e marcata nei suoni gravi ne fa un nobile sostenitore della causa fiamminga nel duetto con Filippo; il gusto per la melodia e per il legato rendono davvero emozionante la scena della morte, salutata da grandi ovazioni.

Grande successo personale anche per Eve-Maud Hubeaux (Eboli), che riesce a destreggiarsi in un ruolo che prima, nella chanson sarrasine richiede toni leggeri e agili vocalizzi e passa quindi al drammatico duetto con Elisabetta. Nella confessione del tradimento, tutta giocata sulle mezzevoci, e poi nella grande aria “Ô don fatal”, fino all’esplosiva esclamazione Un jour me reste! riflette un’impostazione quasi pucciniana, con grande energia e determinazione quando annuncia l’intento di salvare Don Carlos.

Veniamo ai bassi. Dmitrij Ul’janov è forse più adatto ai grandi ruoli russi (a Ginevra cantò Kutuzov in Vojna i mir di Prokof’ev nel 2021) che a un Filippo II. La sua voce profonda va bene per interpretare il feroce monarca assoluto (che in questo spettacolo, vedremo, diventa un sanguinario dittatore del Novecento), ed è più credibile quando senza pietà si scaglia contro la cortigiana colpevole di aver lasciato sola Elisabetta o a condanna i deputati fiamminghi piuttosto che nell’introspezione di “Elle ne m’aime pas”. Manca quel senso di regalità che è comunque propria alla parte, e così il Grande Inquisitore (Li Liang) non riesce ad apparire ancora più spietato e ancora più potente del re di tutte le Spagne.

Bene i comprimari, che ci limitiamo a citare: Julien Henric (Lerma), William Meinert (un monaco), Giulia Bolcato (una voce celeste). Una menzione per il buon Thibault di Ena Pongrac, mentre i sei deputati fiamminghi sono penalizzati da un attacco leggermente in ritardo.

In un teatro come quello ginevrino, dove il sovrintendente Aviel Cahn è un grande sostenitore del Regietheater (di recente, sulle colonne del quotidiano svizzero Le Temps, il tenore Emiliano Gonzalez Toro ha rinfocolato le polemiche sul vuoto accademicismo di messinscene incomprensibili al pubblico auspicando che “il Grand Théâtre di Ginevra torni ad essere il Grand Théâtre dei ginevrini”), sapere di Lydia Steier alla regia di questo Don Carlos non tranquillizza. Leggendo poi di una trasposizione dell’opera in una distopia totalitaria novecentesca si inizia davvero a temere il peggio. Invece, a dir la verità, l’opera non esce decostruita o stravolta dalle idee della regista.

L’idea dietro allo spettacolo di Lydia Steier è che l’onnipresenza e onniscienza dell’Inquisizione nel dramma originale corrisponda, oggi, a una società del controllo. E così i monaci del convento di San Yuste nascondono, sotto il cappuccio, un paio di cuffie con le quali ascoltano tutte le conversazioni da una postazione degna della DDR, comparendo minacciosi da finestre sulla scena a ricordare che nulla resta segreto alle orecchie dell’Inquisizione. Per il resto, Filippo II è un feroce dittatore, con la divisa piena di medaglie, il cui passatempo preferito è impiccare gli oppositori. Sulla forca finisce un traditore nella scena iniziale, ambientata in quella che sembra la guerra civile russa (un figurante viene veramente issato con un cappio, e lasciato appeso per una buona mezz’ora — nella visita dietro le quinte dopo lo spettacolo i tecnici di scena ci hanno spiegato la speciale imbragatura usata per “impiccarlo” in tutta sicurezza). Sulla forca finiscono anche un gruppo di eretici nell’autodafé, e dei cappi scendono dal cielo prima per i deputati fiamminghi e infine per Carlos ed Elisabetta.

Le trasposizioni, pur presenti, non sono così disturbanti. Funziona l’idea di trasformare la scena dell’incoronazione in una sorta di comizio propagandistico di regime, con tanto di filmato celebrativo di Filippo II (ora ritratto come Mussolini, ora come Stalin). La festa sopra la musica del balletto diventa invece — chi è avvezzo alle regie “moderne” l’avrà già indovinato — un’indiavolata orgia alla Eyes wide shut. La trovata da Regietheater meno riuscita è mostrare nella scena del giardino un’Eboli che costringe le cortigiane a pesarsi redarguendo quelle sovrappeso. Va bene, Eboli è ossessionata dalla bellezza, ma la scena ha veramente poco senso. Non ci stupiamo: abbiamo visto molto di peggio.

La scena, concepita da Momme Hinrichs è fatta da un cubo rotante sulle cui facce, ora aperte ora chiuse, si svolge tutta l’opera. Si passa così dalla sala di un palazzo alla prigione, ma il meccanismo della rotazione, spesso assai veloce, è decisamente abusato. I costumi di Ursula Kudrna sono intonati a una grisaglia da regime sovietico (a vestire colori sgargianti sono solo Rodrigo e i deputati fiamminghi). Anche le luci di Felice Ross comunicano un senso di freddo grigiore.

Le costruzioni drammaturgiche (firmate da Mark Schachtsiek), abbiamo detto, non vanno molto oltre la trasposizione storica, da un regime assoluto a un altro più vicino a noi. C’è Eboli che in “Ô don fatal” si sfigura il viso (e apparirà in seguito con la famosa benda sull’occhio) e soprattutto c’è Elisabetta rappresentata incinta di Filippo II — la vedremo partorire alla fine del quarto atto, mentre nel finale il bambino sarà strappato di mano alla madre che sta per essere impiccata. La cosa non aggiunge molto al senso del dramma, se non a rappresentare ancora più fortemente Elisabetta come vittima del potere (peraltro, è storicamente vero che Elisabetta di Valois morì poche ore dopo un aborto spontaneo).

Insomma, lo spettacolo non è distruttivo e tutto sommato — salvo un po’ di ingenuità nei movimenti di massa — funziona, ma non si può dire che sia particolarmente innovativo o geniale. Per il resto, un ottimo cast e la rara opportunità di ascoltare quasi ogni nota scritta da Verdi per Don Carlos, in un’edizione che ci riporta direttamente alla prima parigina e rispetta tutte le convenzioni del grand opéra rendono questa produzione davvero imperdibile.

 
 

 

 

DON CARLOS – fünfaktige französisch gesungene Urfassung von 1867

Marcel Emil Burkhardt – OnlineMerker.com - 24 septembre 2023

source: https://onlinemerker.com/geneve-opera-don-carlo-fuenfaktige-franzoesisch-gesung…

 

Nach 60 Jahren spielt man an dieser Oper, wieder zum ersten Mal, die fünfaktige französisch gesungene Urfassung von 1867. Das Schöne an dieser Fassung ist, dass man mit dem ersten Akt die Zusammenhänge und die Geschichte besser kennen lernt.

Der Krieg zwischen Spanien und Frankreich ist für das Volk unerträglich und scheint nicht enden zu wollen. Elisabeth die Tochter des Königs Henri II aus Frankreich, ist eine gütige Frau die Almosen an das leidende Volk in Fontainebleau verteilt. Sie verliebt sich in den Sohn von König Phlippe II, Don Carlos, der sie in Fontainebleau aufsucht. Sie wird aber dem König Philippe II aus Spanien versprochen, im Gegenzug soll wieder Frieden zwischen den beiden Ländern herrschen. Fazit: Sie akzeptiert die Heirat mit Philippe II, des Friedens willen und verzichtet auf die Liebe zu Don Carlos.

Lydia Steier ist für die Regie verantwortlich. Sie versetzt die ganze Szenerie in ein faschistisches Umfeld, bei der Philippe II als grosser Diktator auftritt und sich gerne als gütiger Übervater des spanischen Volks zeigt. In Propagandafilmen (Szenen und Video von Momme Hinrichs) werden riesige Videoproduktionen an die Bühnenwand projiziert. Feinde des Regimes, die sogenannten Verräter, werden erhängt. Das gleiche passiert im Autodafé, vor Wut schäumend lässt Philippe der II die getreuen Flandern erhängen.
Die Kirche ist der Spitzel in der Aufführung. Überall wird abgehört und belauscht. Unter den Kapuzen der Priester tragen sie Kopfhörer und belauschen alles, was es an Wichtigem zu hören gibt. Nichts entgeht ihnen.

Einzug in die Aufführung hat auch die Ballettmusik und der grosse Violinsolopart. Gerade der Violinpart ist sehr beeindruckend und verleiht Gänsehaut.

Mark Minkowski, der bereits einige Grand Opera in Genf dirigiert hat, zeichnet mit dem Orchestre de la Suisse Romande eine grossartige Interpretation, die die ganze Pracht von Verdis Musik erfasst. Er setzt sehr viel Feingefühl ein. Die feinen Töne werden hervorragend ausgearbeitet und die grossen Ausbrüche sängerfreundich wiedergegeben.

Etwas muss man Aviel Cahn als Intendant des Hauses lassen, er hat eine hervorragende Hand für Interpreten. Besser konnte man diese Aufführung nicht besetzten. Die Besten und adäquatesten Sänger waren in der Rhône Stadt vertreten. Die sechs Protagonistenrollen waren einfach hervorragend.

Der Amerikaner Charles Castronovo als Carlos und Dimitry Ulyanov als Philippe waren beide ausgezeichnet. Castronovos Stimme besitzt gerade das richtige Gewicht und die frei klingende Höhe, und sein Schauspiel waren grosse Klasse. Ulyanov war für die Rolle des Philippe gar eine Idealbesetzung, verfügt er doch über einen tollen Bass der sehr aufbrausend sein kann. Ihn will man nicht als Feind haben.  – „Elle ne m’aime pas“ war wunderschön interpretiert.
Eve-Maud Hubeaux sang eine fulminante Eboli. Ihre Koloratur im Schleierlied waren sensationell und es knisterte in „Ô don fatal“, als sie ihren strahlenden Mezzo voll ausschöpfte.
Stéphane Degout beeindruckt als Posa, besonders mit seinen Höhen in einer aufregenden Umsetzung des Freundschaftsduetts „Dieu, tu semas dans nos âmes“, und dem nahtlosen Legato in seiner Arie „C’est mon jour suprême“.
Liang Li vollrundiger Bass konnte aus der Rolle des Grossinquisitors sehr viel herausholen und einem eiskalten Schauer über den Rücken jagen und William Mienert gab mit warmem Bass einen sympathischen Mönch.
Herrlich und glanzvoll war auch „Toi qui sus le néant” von Rachel Willis Sörensen als Elisabeth, mit grossartiger Kontrolle und majestätischer Phrasierung. Sie besitzt einen runden und schönen Sopran, der höhensicher ist und in der Lage die ergreifenden Legati mit schwebender Leichtigkeit zu singen. Eine wunderbare Stimme!
Die weiteren Besetzungen waren auch ganz toll. Ena Pongrac als Thibault. Le comte de Lerme von Julien Henric und une voix céleste von Giulia Bolcato. Die sechs Flandern waren; Raphael Hardmeier, Benjamin Molonfalean, Joé Bertili, Edwin Kaye, Marc Mazuir und Timothée Varon.
Ganz besonders erwähnenswert ist auch der Chor. Immer hervorragend vorbereitet und gut disponiert durch den Chorleiter Alan Woodbridge.

Die Wiederbelebung einer ziemlich toten Leiche

Manuel Brug – Welt.de – 24 septembre 2023

source: https://www.welt.de/kultur/article247593928/Operntrend-Die-Wiederbelebung-einer…

 

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Am Grand (!) Théâtre de Génève, wo Aviel Cahn, der designierte Chef der Deutschen Oper in Berlin, als Intendant Aviel Cahn Dienst tut und mit den „Hugenotten“ und „La Juive“ höchst gelungene Grand-Opéra-Produktionen herausgebracht hat, wurde nun die unter dem Motto „Machtspiele“ stehende Saison mit „Don Carlos“ eröffnet, nur mit minimalen, noch von Verdi selbst vorgenommenen Kürzungen und vier noblen Stunden Musik.

Neuerlich dirigiert von Marc Minkowski, der dieses Repertoire inzwischen auch dem Orchestre de la Suisse Romande nahegebracht hat. Das bleibt auch in der größten Düsternis im Brio, spielt schlank, aber doch farbensatt dunkelschön, mit lichtem Holzbläsersatz als Klangbalanceknackpunkt. Selbst die heftigsten Ausbrüche haben so noch eine gewisse Leichtigkeit und Nonchalance. Es wird nie schneidend oder drückend-dräuend. Und auch pfeffrige Italianità bleibt außen vor, in diesen Aranjuez-Gärten regieren rhythmische Eleganz und dynamische Delikatesse.

Spanien ist Russland
Es regiert aber eben auch der Tod. Der eines erdrückenden, sich der katholischen Kirche unterwerfenden habsburgischen Absolutismus, aber auch der eines freudlosen Franco-Faschismus. Ja sogar, nur wenige Regiedetails von Lydia Steier (etwa das folkloristische Brautkleid Königin Elisabeths) deuten es an, der eines heute die orthodoxen Klerikalen miteinbeziehenden Putin-Stalinismus.

Spanien ist Russland: So liefert die Ausstattung (Momme Hinrichs – Bühne & Videos, Ursula Kudrna – Kostüme, Felice Ross – Licht) eine die Jahrhunderte wie Nationen einende, ewige Wiederkehr des rigiden Totalitarismus, der flexibel interpretierten politischen Willkür, der wie eingesargten, auf Konformismus getrimmten Volksmasse, die jedes individuelle Aufbegehren erstickt.

Und dabei steht da nur eine graue, sich drehende Kiste. Die zeigt ein Architekturportal, auch als Bühne brauchbar, einen großen Raum, der universell als Waldlichtung, Kapelle (mit Karl-V.-Reliquie), Ballsaal, Hinrichtungsplatz, Saal, Arbeitszimmer dient. Zwei Seiten haben schiebbare Holzwände, hinter denen sich ein Gefängnis samt Geige spielendem, aber trotzdem wenig humanem Wachmann auftut oder Abhörboxen mit Beobachtungsluken, Tonbandkisten, sehr viel Personal. Selbst die Mönche tragen hier Spionagekopfhörer: das Leben der spanischen Anderen.

Lydia Steier, die immer bei Großwerken besonders gut ist, inszeniert das knapp, doch dicht gebaut, immer ganz nah dran an den Figuren und Konstellationen. König Philipp (ungewöhnlich scharf: Dmitry Ulyanov) feiert im Audodafé mit altmodischen Propagandafilmen perfekten Personenkult. Elisabeth (die lyrisch-starke, aber ein wenig farblose Rachel Willis Sørensen) ist schwanger, zerrissen zwischen Neigung und Pflicht, zusätzlich verwirrt durch die manipulative, aber selbst in ihr Gefühlschaos verstrickte Prinzessin Eboli (flammend und flackernd: Eve-Maud Hubeaux).

Eine ruhende Baritoninsel in der emotionalen Brandung bleibt der Posa des dränglich-fluide, mit wohlgerundeten Spitzen singenden Stéphane Degout, während der unruhige Thronerbe Carlos völlig auf sich fixiert ist (doch mehr Latino als französischer Tenor: Charles Castronovo). Zusammen mit seiner Braut/Stiefmutter bleibt er der ewige Außenseiter dieser dysfunktionalen, von der Kirche (dem sehnigen Großinquisitor im Rollstuhl – Liang Li, wie dem Mönch – William Meinert) manipulierten Königsfamilie.

Deren Scheitern hat freilich Auswirkungen auf die Weltpolitik: Das Volk wird einfach nur unterdrückt, die vergeblich um Gnade bittenden flandrischen Gesandten werden erhängt, Posa erschossen. Und selbst Verdis tröstliche „Stimme vom Himmel“ ist hier nur eine Mutter mit Kind.

Privates Handeln hat große Folgen. An die von Verdi angebotene „Erlösung“ durch den mysteriösen Karl V. glaubt Lydia Steier nicht: Hier wartet am Ende der Strick selbst auf Carlos und Elisabeth, die eben den Erben Philips geboren und ihre Pflicht „erfüllt“ hat.

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Rendez-vous manqué

David Verdier – Altamusica.com – 21 septembre 2023

source: http://www.altamusica.com/concerts/document.php?action=MoreDocument&DocRef=7199…

 

Déception pour ce retour de Don Carlos dans sa version française originale au Grand Théâtre de Genève après soixante ans d’absence au bord du Léman. La faute en incombe surtout à une transposition en ex-Allemagne de l’Est sans inspiration de Lydia Steier et à la direction musicale souvent épaisse et véhémente de Marc Minkowski.

À Genève, Lydia Steier parvient à se mettre à dos à la fois les anciens et les modernes. Difficile en effet de trouver de l'intérêt à une transposition de la cour de Philippe II en RDA pour mieux en rehausser le sentiment de pesanteur et de coercition. Tandis que les uns regretteront les fraises et les vertugadins, les autres bailleront d'ennui devant les artefacts gris acier d'un pouvoir totalitaire déjà accommodés à pas mal de sauces.

L’autodafé se déroule sous un lustre décoré de cadavres de pendus – leitmotiv d'une soirée où l'on s'évertue à montrer ce supplice réservé aux opposants. Autre idée : Elisabeth est enceinte, ce qui donne lieu à des scènes montrant le futur héritier comme motif récurrent d'une oppression politique transmise de génération en génération. Le spectacle montre en continu des moines qui passent leur temps à espionner les faits et gestes des principaux protagonistes – thématique assez lourdement soulignée par l'emploi de casques et de bandes d'enregistrement qui tournent sans discontinuer dans les coulisses, ainsi que de nombreux espions qui collent leur oreille aux parois.

L'apparition de Charles Quint opère un bien curieux et inutile deus ex machina qui ne suffit pas à infléchir la décision du roi puisque Don Carlos et Elisabeth sont pendus à leur tour. Le spectacle est placé sous une scénographie et des vidéos privées d'imagination par un Momme Hinrichs palliant l'absence d'idées par une rotation à l'infini d'un décor-tournette qui peine à combler les quelque quatre heures que dure la soirée (dans la version originale de 1867 en français).

Le plateau est dominé par Ève-Maud Hubeaux qui donne à Eboli une urgence et une ligne dramatique remarquables. Elle est suivie de près par le Posa impérial de Stéphane Degout, alliant à merveille phrasé et projection. Le Carlos de Charles Castronovo préserve l'essentiel, sans oser forcer les intentions faute de moyens techniques suffisants pour s'imposer notamment face à l’Elisabeth de Rachel Willis Sørensen, qui peine à domestiquer la force de ses aigus vibrés et l'ampleur généreuse de sa palette dynamique. Dmitry Ulyanov est annoncé souffrant mais son Philippe II affiche encore de belles couleurs et une tenue supérieure à celle de Liang Li, trop irrégulier en Grand Inquisiteur.

La direction de Marc Minkowski ne fait pas dans le détail et joue sur une carrure qui épaissit les lignes en confondant lyrisme et véhémence. La différentiation des pupitres ne joue pas le jeu de la transparence dans une partition qui exige sur ce plan une délicatesse de tous les instants. Ces options alourdissent l'impact dû au choix (contestable) de tronçonner la soirée en deux actes de deux heures avec le Lacrimosa en ouverture de deuxième partie. Au final, le sentiment d'un rendez-vous manqué malgré l'importance d'une programmation qui remet en scène Don Carlos pour la première fois à Genève depuis soixante ans.

 
 

 

 

DON CARLOS au Grand Théâtre

Laurent Bury – Classica.fr - 22 septembre 2023

source: https://classica.fr/don-carlos-au-grand-theatre-de-geneve/

 

Avec ce Don Carlos, Marc Minkowski achève au Grand Théâtre de Genève une trilogie consacrée au grand opéra à la française, inaugurée avec Les Huguenots et poursuivie avec La Juive.

Un Verdi parisien évidemment donné en version originale, avec son ballet en partie rétabli, et mené tambour battant par le chef. À la mise en scène, Lydia Steier transpose l’action dans un état cumulant toutes les caractéristiques des régimes totalitaires du XXe siècle : costumes Mao, propagande à la Big Brother, mises sur écoute et purges régulières. Elisabeth et Carlos se rencontrent sous les pieds d’un social-traître pendu au-dessus du plateau, l’autodafé a pour cadre un gibet, y compris pour les députés flamands, et c’est aussi la corde au cou que finissent l’Infant et la reine, celle-ci ayant failli accoucher dans la prison envahie par les insurgés.

Heureusement, la soirée est plus enthousiasmante sur le plan musical. L’orchestre de la Suisse romande et le chœur maison se montrent tout à fait convaincants, les solistes ne l’étant pas moins. Après Valentine en 2020, Rachel Willis Sørensen confirme son adéquation à ce répertoire. Une fois encore, Ève-Maud Hubeaux ne fait qu’une bouchée d’Eboli. Même si on le sent parfois à la limite de ses moyens, Charles Castronovo emporte l’adhésion par l’ardeur de son jeu. Dmitry Ulyanov est un Philippe II bien moins grisonnant que d’ordinaire, de physique comme de voix. Posa exemplaire, Stéphane Degout est peut-être le plus applaudi des cinq.

Lydia Steier met en scène DON CARLOS au Grand Théâtre

Irma Foletti – Anaclase.com – 21 septembre 2023

source: http://anaclase.com/chroniques/don-carlos-2

 

Le Grand Théâtre de Genève a choisi d’ouvrir sa saison avec Don Carlos, soit la version originale en cinq actes, écrite par Giuseppe Verdi pour l’Opéra de Paris en 1867. La mise en scène en est confiée à Lydia Steier qui règle un spectacle globalement plus réussi que Les Indes galantes, vu ici-même il y a quatre ans, et par ailleurs bien plus sage que sa Salome de sexe et de sang à l’Opéra Bastille la saison dernière. La scénographie de Momme Hinrichs consiste principalement en une structure cubique, avec deux côtés ajourés, un mur plein et une cloison amovible de hauts panneaux de bois qui lui fait face, un grand lustre hélicoïdal descendant des cintres suivant les scènes. Au centre de ce décor unique sont disposés des bancs sur lesquels viennent s’asseoir les moines du monastère de Saint-Just, tandis que Charles Quint repose dans son tombeau à une extrémité. Avant cela, des vidéos de forêt sous la neige évoquent le premier acte de Fontainebleau. Tous ces éléments sont placés sur une tournette dont les premières rotations séduisent l’œil, proposant de jolies images sous différents angles et dans les éclairages très bien réglés par Felice Ross. Mais le plateau finit par tellement tourner que le procédé arrive rapidement à saturation, surtout en première partie, alors que la stabilité est davantage de mise après l’unique entracte.

Un moine portant casque audio intrigue d’abord, caché derrière une cloison où il espionne. Puis c’est un opérateur à sa table d’écoute que l’on découvre un peu plus tard, dissimulé dans un espace entre mur et cloison, à la manière dont on peut imaginer les services de renseignement en URSS ou RDA. Dans La brochure de salle, Lydia Steier confie s’être inspirée des films La vie des autres (Florian Henckel von Donnersmarck, Das Leben der Anderen, 2006) et La mort de Staline (Armando Iannucci, The death of Stalin, 2017). Les costumes vintage d’Ursula Kudrna sont, en effet, bien en lien ici avec le Berlin-Est du début des années quatre-vingt, des motifs à carreaux pour beaucoup de ces messieurs, alors que Carlos reste dans l’imagerie traditionnelle de l’Infant. Philippe II apparaît en imperméable sur cuir noir, arborant toutes ses médailles militaires. Au cours de la représentation, on pend à tour de bras, avec un supplicié au premier acte déjà, puis plusieurs autres pendant la scène de l’autodafé, montrée comme une cérémonie mortuaire qui se transforme en séance de cinéma où l’on projette un film en noir en blanc à la gloire du monarque en Roi-Soleil soviétique, vantant les prochaines récoltes de blé et portant un enfant dans les bras.

Après Les Huguenots (Meyerbeer) et La Juive (Halévy) ces dernières saisons au Grand Théâtre, Marc Minkowski poursuit son exploration du grand opéra français en cinq actes. La partition est généreuse, formant un peu moins de quatre heures de musique, les coupures ayant été effectuées surtout dans les ballets. Notons aussi l’absence du duo Philippe-Carlos pour déplorer la mort de Posa, duo dit Lacrimosa car réutilisé par Verdi sept ans plus tard dans la Messa da Requiem. Les ballets du premier tableau du troisième acte ne sont d’ailleurs pas dansés, le plateau tournant alors continuellement et donnant une certaine illusion du mouvement, mais surtout le tournis. Pour revenir à la musique, on note les tempi le plus souvent rapides, voire très rapides. Sauf exceptions, le chef français ne s’attarde pas et réduit la charge émotionnelle de plusieurs passages, comme quand Élisabeth prend congé de la comtesse d’Aremberg au deuxième acte (Ô ma chère compagne). L’exception notable est le cinquième acte, développant une musique splendide, pleine de couleurs et de souffle pour introduire et accompagner le grand air Toi qui sus le néant. L’Orchestre de la Suisse Romande se montre appliqué, avec des cuivres solides et expressifs, tandis que le Chœur du Grand Théâtre de Genève fait preuve de vaillance, pas toujours parfaitement coordonné toutefois lorsque ses artistes sont disposés en deux groupes, de chaque côté du décor monumental.

Pour défendre Don Carlos, Charles Castronovo dispose d’un français de belle qualité et d’un timbre assez sombre qui n’est pas sans rappeler celui de Jonas Kaufmann. Le style est élégant, utilisant de belles nuances en mezza voce, et le registre le plus aigu est atteint sans problème, témoignant tout de même de petites tensions en début de représentation. Également dans une agréable prononciation du texte, le soprano Rachel Willis Sørensen compose une émouvante Élisabeth de Valois, avec un timbre frémissant, plus épanoui dans le registre aigu que dans la partie la plus grave. Dans cette mise en scène, le personnage tombe enceinte et profite, trop brièvement, de son bébé à la fin de l’air du dernier acte. La fin de l’acte précédent, lorsqu’Eboli protège Élisabeth dans sa fuite, rappelle d’ailleurs irrésistiblement l’aide apportée par la Walkyrie Brünnhilde à Sieglinde. Déjà titulaire du rôle d’Eboli à l’Opéra national de Lyon, Eve-Maud Hubeaux apporte sa fougue au personnage. La chorégraphie assez ridicule qui accompagne la Chanson du voile gâche un peu le plaisir, mais sa dernière intervention, Ô don fatal, se révèle enthousiasmante, quand elle se griffe le visage au sang, pendant que les aigus partent comme des flèches.

Annoncé malade, Dmitry Ulyanov se révèle plutôt inconstant en Philippe II. Dans la catégorie des basses, le Grand Inquisiteur de Liang Li est doté d’un instrument homogène et d’une bonne élocution, même si d’autres titulaires ont, dans le passé, davantage marqué le rôle en développant un volume plus important. Faisant également partie de la distribution du Don Carlos lyonnais, le baryton Stéphane Degout utilise en Posa des moyens d’exception : timbre d’une grande noblesse, réserve de puissance, science du legato et une qualité de prononciation qui rend inutile la lecture des surtitres. La mort de Posa, autour de la petite cellule de Carlos, est le sommet vocal de la soirée. Dans les rôles secondaires, on apprécie en priorité le Comte de Lerme du ténor Julien Henric, bien timbré et à la diction claire, aux côtés d’Ena Pongrac (Thibault), du Moine plutôt effacé de William Meinert et de la Voix céleste de Giulia Bolcato, à vrai dire peu angélique ce soir lorsqu’elle traverse le plateau en tenant son enfant par la main. Un spectacle bien applaudi par un public enthousiaste.

Le néant des grandeurs de la mise en scène

Charles Siegel – ForumOpera.com – 23 septembre 2023

source: https://www.forumopera.com/spectacle/verdi-don-carlos-geneve-en-cours/

 

Les murs de l’Escurial ont des oreilles. Ce n’est pas nouveau. L’atmosphère de la cour du roi d’Espagne a toujours été délétère. Mais Lydia Steier dans la nouvelle production genevoise de Don Carlos – en Français donc – se plaît à en rajouter. Faire dans la dentelle n’est pas son genre. Nul n’a oublié le traitement réservé à Salome sur la scène de la Bastille la saison dernière. Par comparaison, le chef d’œuvre de Verdi, qui n’avait pas été joué à Genève depuis la réouverture du Grand Théâtre en 1962, semble avoir été épargné. Les vicissitudes des Habsbourg stimuleraient-elles moins l’imagination ? Le manque patent d’idées caractérise une approche scénique qui cherche à se démarquer du livret sans y parvenir. « Nous avons beaucoup travaillé pour construire une situation analogue à celle de l’Espagne des années 1560 », explique la metteure en scène dans le programme. Pourquoi tant d’efforts ? Pourquoi d’ailleurs transposer ? Remise sur la table par Emiliano Gonzalez Toro, la question est d’actualité.

Montrer Elisabeth enceinte s’avère la seule extrapolation notable d’une lecture fastidieuse inspirée notamment par La vie des autres, le film de Florian Henckel von Donnersmarck narrant l’espionnage par la Stasi d’un dramaturge est-allemand. Au passage, Dieu a été mis au placard. Les moines sont défroqués ; la Voix du ciel descendue des cintres ; l’apparition surnaturelle de Charles Quint tolérée car imposée par la partition mais non montrée. Jugés coupables, Elisabeth et Carlos sont pendus, sous l’œil indifférent de Philippe II trop occupé à faire des gazous gazous au nouveau-né pour se soucier du sort de sa famille. Avant d’arriver à cette extrémité fatale, il aura fallu subir dans une lumière uniformément grise le mouvement incessant d’une tournette qui pallie l’absence de danseurs lors du ballet en accélérant sa vitesse de rotation. A bailler d’ennui, si Don Carlos n’était œuvre suffisamment exaltante pour surmonter toute entreprise de déconstruction.

Le parti pris n’est pas sans incidence sur l’interprétation musicale lorsque la scénographie met en péril le chant et que le cri se substitue à la note. Il ne faudrait pas que la voix d’Eve-Maud Hubeaux, flamboyante Eboli, soit sacrifiée sur l’autel du regietheater. La chanson du voile expose la souplesse acquise sur les bancs du bel canto quand, à l’inverse, le dramatisme des tableaux suivants la pousse à des excès expressionnistes et des éructations contraires aux règles du beau chant. On craint que son mezzo-soprano à terme n’en sorte pas indemne. Sans se plier à de telles extrémités, veillant au contraire à préserver l’égalité de son émission, Charles Castronovo est aussi mis à rude épreuve par l’écriture inconfortable de Carlos. Sur une ligne dont on perçoit les tensions et les limites, subsistent la sombre beauté du timbre et, dans les moments d’élégie, une douceur conforme à la fragilité de l’Infant. Grand Inquisiteur moins charbonneux que ne le veut la coutume, Liang Li s’incline face à la puissance de Dmitry Ulyanov, bien que ce dernier soit annoncé souffrant. De l’Escurial au Kremlin, il y a peu. C’est moins l’orgueil blessé de Philippe que l’âpre cruauté de Boris qui s’exprime au travers de ce chant taillé à la faucille et au marteau, dont les défauts d’intonation sont mis sur le compte de l’indisposition. Sans (encore) posséder l’exacte dimension du falcon voulu par Elisabeth, Rachel Willis Sørensen dépose aux pieds de la Reine l’étoffe d’un soprano lyrique incandescent, aux aigus vainqueurs, qu’ils soient dessinés à la pointe fine, dans l’adieu à la Comtesse d’Aremberg par exemple, ou lancés fièrement à larges traits lorsque la souveraine outragée prend le pas sur la femme sacrifiée. « Toi qui sus le néant des grandeurs de ce monde », son grand air du cinquième acte, est un des deux moments forts de la soirée, l’autre étant la mort de Posa. De tous, Stéphane Degout reste le seul à répondre aux impératifs de diction et de déclamation imposés par le choix de la version française. Le mélodiste transparaît derrière l’attention portée au mot tandis que la maîtrise du legato donne l’impression que chaque phrase est tracée d’une seule ligne, nette, claire, égale. C’est magnifique. Les membres du Jeune Ensemble – Ena Pongrac (Thibault), William Meimert (Un moine), Giulia Bolcato (La voix céleste) – semblent encore trop inexpérimentés pour des seconds rôles qui, en dépit de leur brièveté, demandent des chanteurs de premier plan.

Marc Minkowski enfin inscrit sa direction dans la généalogie du grand opéra français, dont il est devenu un des premiers spécialistes. Mais Verdi avec Don Carlos ne veut-il pas se démarquer d’un modèle en voie en perdition pour opérer une espèce de syncrétisme – français par la forme, allemand par l’orchestre, italien par le chant ? D’où l’impression de ne pas trouver entièrement son compte dans cette lecture attentive aux chanteurs mais en mal de lyrisme et de contraste chez un chef qui nous a habitué à plus de théâtralité. Effet pervers de la mise en scène, des choix ne manquent pas d’interroger, telles l’insertion d’un numéro de ballet avant le 4e acte et la suppression dans une version voulue intégrale de la déploration sur la dépouille de Posa. Cette perplexité est renforcée par une certaine confusion chorale, notamment dans la scène monumentale de l’autodafé.

DON CARLOS ou le Grand Opéra selon Verdi mis à l’honneur

Aurelie Mazenq – Resonnaces-lyriques.com - 23 septembre 2023

source: http://www.resonances-lyriques.org/fr/chronique-detail/chroniques-operas/1502-d…

 

C’est bien un Grand Opéra à la française, débarrassé de l’esthétique italienne habituellement conférée à l’ouvrage, que propose le Grand Théâtre de Genève pour l’ouverture de cette saison lyrique placée sous la thématique des « jeux de pouvoirs ». Cette nouvelle production audacieuse s’inscrit dans la continuité de l’exploration du Grand Opéra français souhaitée par Marc Minkowski, après Les Huguenots en 2020 et La Juive en 2022.

Voir un Don Carlos en français est toujours une expérience exaltante. La prestigieuse maison d’opéra a choisi la version originale en cinq actes, composée à l’origine pour l’exposition universelle de 1865. C’est donc la partition quasiment complète de l’opéra de Verdi qui est présentée avec l’acte de Fontainebleau relatant le coup de foudre d’Elisabeth et Don Carlos, leur duo final à l’acte 5, le ballet mais aussi la scène au cours de laquelle Eboli découvre le secret de la reine et de son beau-fils. Ce passage où Elisabeth renonce à se rendre au bal et confie à Eboli la responsabilité d’y aller en se faisant passer pour elle, ainsi que le trio qui suit est d’un point de vue dramatique particulièrement réussi. On comprend comment Don Carlos, ayant pu se méprendre sur l’identité de la femme qui lui a fait face, va permettre de révéler le secret jalousement gardé et de déclencher chez l’intrigante et manipulatrice Eboli, un plan machiavélique pour la précipiter dans les bras du roi au premier plan de la cour.

L’américaine, Lydia Steier signe la mise en scène de l’opéra le plus « politique » de Verdi. Elle en propose une vision centrée autour des enjeux du pouvoir, vue à travers le prisme des actions des différents personnages. Entre ascension et déchéance, la mise en scène met en exergue les destins individuels des protagonistes façonnés par les intrigues pour obtenir l’influence et la puissance. Les imbrications entre le pouvoir spirituel et le pouvoir temporel sont traitées en transposant l’œuvre originale du XVIe siècle, dans un système que l’on pourrait apparenter à l’URSS stalinienne. Des projections en arrière-plan ou lors de passages clés instrumentaux rappellent le culte de la personnalité caractéristique de tout système totalitaire. Les exécutions sommaires traduisent la violence induite pour le maintien de l’ordre. La pendaison et la scène de l’autodafé sont traitées comme significatifs d'une sanglante répression donnée à voir à des masses uniformes, au comportement robotique. Au culte du chef autoritaire suggéré par la metteure en scène, Lydia Steier associe l’idée de continuité dynastique. Elle questionne les rapports entre le père et son fils et leur lutte d’influence pour infléchir le destin du pays, tout comme celui de la femme qu’ils aiment tous deux.

Elisabeth de Valois est dans cette production enceinte. Elle accouche lors de la scène de révolte. Ce nouveau-né, avec lequel elle adoptera une attitude à la limite de la maltraitance, sera récupéré par son père pour en faire un objet de domination lui permettant d’assurer sa succession. Enfin, tout au long des 4 heures de l’ouvrage, un jeu d’observation et d’écoute se met en place entre les différents protagonistes. Les uns épient les autres, avec pour seul but la manipulation et l’accession au pouvoir. Le spectateur est donc constamment sous pression.

Cet opéra somptueux, traversé par toute la palette des passions humaines, comme l’amour, la jalousie, le remords, le désir et la révolte, nécessite des solistes complets, tout aussi performants vocalement que dans leur jeu d’acteurs. Eve-Maud Hubeaux et Stéphane Degout, déjà présents dans la distribution de l’opéra de Lyon en 2018 se retrouvent dans ce haut lieu de l’art lyrique. Dignes représentants de la langue française, ils sont incontestablement avec Marc Minkowski les artistes les plus acclamés de la soirée. 

Eve-Maud Hubeaux, (Eboli), se comporte comme une créature incandescente. Elle est connue pour cette extrême beauté, souvent fatale pour ceux qui l’ont approchée, dont elle joue pour trouver sa place dans une cour qu’elle tyrannise (notamment les jeunes filles) où elle semble parfois un peu perdue. Elle laisse transparaître dans son interprétation toutes les failles de la femme éperdument amoureuse de Don Carlos. Sa voix chaude et suave, bien que peu ample, sert parfaitement le personnage. L’artiste brûle les planches lors de son air final chanté avec une intensité très rarement entendue à ce jour. Elle se mutile littéralement sous les yeux des spectateurs. La cantatrice franco-suisse reçoit une belle ovation du public visiblement conquis.

Le marquis de Posa de Stéphane Degout, revêt tous les aspects du héros noble et intègre. Il rentre des Flandres à un moment clé de l’histoire avec une vision nouvelle sur les évènements intervenus dans cette province, intercédant auprès du roi pour l'appeler à une prise de conscience avant qu’éclate là-bas la révolution. Son personnage droit et loyal émeut au plus haut point dans le magnifique duo d’amitié avec Don Carlos, mais aussi lors de la scène de la prison, alors qu’il meurt pour lui. Stéphane Degout, fervent défenseur du répertoire français par son chant mélodieux rempli de conviction, rend au livret et au texte sa place essentielle. Il emmène ainsi le personnage dans une esthétique toute autre qui lui est propre que le public a apprécié à juste titre.

Rachel Willis-Sorensen, particulièrement convaincante dans « l’acte de Fontainebleau » dresse le portrait d’une héroïne romantique, idéaliste, laminée par le pouvoir des hommes autour d’elle. L’américaine utilise son timbre chaud, doux et riche de nombreuses nuances pour émouvoir. Son interprétation au dernier acte de l’air « toi qui sus le néant... » au couvent de Saint-Just bouleverse au plus haut point par les nuances développées et la conviction mises dans chaque phrase.

Charles Castronovo à travers Don Carlos manifeste les idées politiques de Verdi. L’expression de ses idéaux libertaires, son positionnement anticlérical et l’affrontement intérieur entre ses passions amoureuses et sa raison en font un protagoniste à part entière qui attire la compassion. La signature vocale solaire superbe du ténor est mise à profit dans ce rôle particulièrement exigeant. Les aigus sûrs et sonores conservent la délicatesse qui le caractérise.

Philippe II personnifie ici le pouvoir absolu. Il incarne un chef charismatique et dictatorial. Dmitry Ulyanov est particulièrement à l’aise dans les scènes où il évolue au milieu des chœurs, bien préparés par Alan Woodbridge, mais parfois où de légers décalages se font entendre car contraints de chanter de dos par la mise en scène. L’artiste a la lourde tâche d’interpréter un des airs les plus célèbres de la musique lyrique. Il délivre son monologue avec beaucoup de sensibilité, de retenue et de pudeur. La voix s'avère large, toujours bien projetée et formidablement accompagnée par le solo de violoncelle.

La basse profonde Liang Li écrase tout sur son passage. Symbole de l’oppression religieuse, le grand inquisiteur explore son bas registre doté de graves superbes à faire frémir d’effroi notamment dans le duo avec Philippe II dans lequel les deux basses s’affrontent pour décider du destin d’un homme.

Fervent défenseur du répertoire français, le chef Marc Minkowski imprime sa marque dès les premières secondes et donne à entendre une intensité et des contrastes superbes dans l’orchestre. Il souligne les passages dramatiques en accentuant la tension dans les différents pupitres et offre d’admirables moments de poésie et de raffinement, tout en délicatesse, en tirant le meilleur parti de sa phalange.

C’est donc un fastueux spectacle dans l’esthétique très française du Grand Opéra que la scène genevoise  offre à son public jusqu’au jeudi 28 septembre. On y retrouve tous les codes de celui-ci, tant par la structure de l’œuvre elle-même, que dans les décors monumentaux, le ballet, mais aussi par l’utilisation des chœurs ou encore avec les imbrications entre l’histoire d’amour contrariée et les influences pour le pouvoir.

DON CARLOS à Genève : la tyrannie moderne

José Pons – ClassyKeo.com -19 septembre 2023

source: https://www.classykeo.com/2023/09/19/don-carlos-a-geneve-la-tyrannie-moderne/

 

La Saison lyrique 2023/2024 du Grand Théâtre de Genève se trouve placée sous l’intitulé général de « Jeux de pouvoir », avec en ouverture la version française du Don Carlos de Verdi dans une mise en scène de Lydia Steier et placée sous la baguette de Mark Minkowski.

L’enfermement du sujet : vue globale
Lydia Steier s’est éloignée pour cette présentation de Don Carlos de l’univers sanguinolent et décadent qu’elle utilise bien souvent. À Genève, elle a préféré mettre en exergue un pouvoir dictatorial inspiré des anciennes républiques soviétiques et porté ici par un Philippe II à la limite de l’inhumanité, dominé toutefois par la toute puissante église catholique et son représentant, le Grand Inquisiteur. Les pendaisons se succèdent dès le début de l’ouvrage pour se conclure avec celles de Carlos et Elisabeth à l’acte V. Si le propos peut convaincre, le manque d’unité de l’ensemble finit par lasser, avec ses propositions successives qui s’additionnent sans se compléter. Pourquoi ces religieux aux écoutes, cette table d’enregistrement de toutes les conversations, si rien ne se trouve ensuite traduit par les actes ?

Si la direction d’acteurs paraît globalement de qualité, les ensembles s’éparpillent ou surprennent par un certain manque de goût, comme ce ballet déjanté des dames de la cour lors de l’air du voile chanté par Éboli, ou lorsque cette dernière surgit un rien déshabillée de dessous le bureau de Philippe II… Le décor imposant et tournant ne manque pas d’épaisseur, notamment dans son utilisation frénétique lors du ballet de l’acte III ! D’autres options interrogent comme le fait de présenter Elisabeth terriblement enceinte et accouchant presque en direct lors de l’entrée des insurgés à l’acte IV. L’aspect plus directement dramatique de l’ouvrage de Verdi se trouve comme relégué au second plan, au profit d’une lecture qui se veut actualisée et plus incisive, mais qui masque presque l’essentiel d’un ouvrage en lui-même déjà particulièrement puissant.

Côté musique : recension point par point
Déjà maître d’œuvre des opéras français présentés les années précédentes en ouverture de saison (La Juive en 2022, Les Huguenots en 2020), Mark Minkowski semble moins à l’aise avec le Don Carlos de Verdi. Il dirige l’Orchestre de la Suisse Romande avec une certaine précaution, voire retenue, attentif bien entendu au rendu des atmosphères et des situations. Mais les envolées musicales et dramatiques manquent de fougue et de rayonnement pour convaincre sur le long terme. Les chœurs habituellement impeccables à Genève se sont retrouvés à plusieurs reprises en décalage ou en défaut de cohérence, désagréments qui doivent pouvoir se résoudre pour les 5 représentations à venir.

Le ténor Charles Castronovo, pour sa prise de rôle, est un Don Carlos fiévreux et totalement habité par son rôle. La voix se déploie presque avec vaillance, même si certaines tensions se font jour dans le registre aigu.

À ses côtés, Rachel Willis Sorensen met un peu de temps à trouver ses marques, même si le matériau vocal s’avère particulièrement touchant par son sens des nuances et son art de la demi-teinte. Son air redoutable de l’acte 5 face au tombeau de Charles-Quint Toi qui sus le néant des grandeurs de ce monde la libère totalement. Elle domine alors sa partie avec une voix qui s’épanouit au mieux, dotée d’aigus magnifiques et ardemment inspirée.

Comment qualifier la prestation de Stéphane Degout en Posa, sinon en s’extasiant une nouvelle fois sur la conduite exemplaire de cette voix de baryton totalement posée, aux accents à la fois suaves et déterminés. Et quelle diction impeccable !

Le timbre un rien guttural et un legato bien chaotique viennent assombrir la prestation de la basse Dmitry Ulyanov en Philippe II : le personnage existe notamment dans les moments d’autorité mais sans bouleverser pour autant par ailleurs.

Habituée désormais du rôle d’Eboli, Eve-Maud Hubeaux se donne sans réserve ni retenue. Si la Chanson du Voile la trouve  prompte à nuancer ou à s’envoler vers l’aigu, l’air ô don fatal la pousse dans ses retranchements, sa voix irisée ne possédant pas l’envergure ici indispensable. La basse chinoise Lian Li campe un Grand Inquisiteur glaçant et impitoyable, tandis qu’Ena Pongrac donne pleinement vie aux interventions du page Thibault.  Le moine et figure de Charles-Quint est interprété avec conviction par William Meinert, le rôle du Comte de Lerme étant pour sa part tenu par le jeune ténor prometteur, Julien Henric et celui de la voix céleste par Giulia Bolcato, un rien fragile. Les députés flamands, comme le chœur, doivent veiller à chanter à l’unisson.

Un DON CARLOS sous haute surveillance ouvre la saison d'opéra à Genève

Andréanne Quartier-la-Tente – rts.ch – 21 septembre 2023

source: https://www.rts.ch/info/culture/musiques/14314111-un-don-carlos-de-verdi-sous-h…

 

Proposé dans une version très rarement jouée, l'opéra "Don Carlos" de Verdi est à voir jusqu'au 28 septembre au Grand Théâtre de Genève. Dans une mise en scène conçue par l'Américaine Lydia Steier, cette production séduit grâce à sa magnifique distribution.

Pour ouvrir sa nouvelle saison placée sous la thématique des jeux de pouvoir, le Grand Théâtre de Genève a choisi "Don Carlos" de Verdi. Avec une particularité de taille et peu courante: le proposer dans sa version originale en français.
Comme l'explique le chef d'orchestre français Marc Minkowski, présent dans la fosse genevoise à la tête de l'Orchestre de la Suisse Romande (OSR), entendre "Don Carlos" dans sa version d'origine "est un événement". En effet, l'oeuvre a été revue et écourtée par la suite et c'est la version italienne (appelée "Don Carlo", perdant donc un "s" au passage) de ce remaniement qui a conquis les scènes mondiales.
Aujourd'hui encore, rares sont les maisons d'opéra qui proposent la version d'origine, structurée en cinq actes et comportant un ballet, comme le veut la tradition du grand opéra à la française qui faisait fureur au milieu du XIXe siècle à Paris et dont est issu "Don Carlos".

Tensions entre raisons du coeur et raison d'Etat
Dans cet opéra, on suit le destin de Don Carlos, l'infant d'Espagne à qui est promis la princesse française Elisabeth de Valois, deux jeunes gens tombés amoureux au premier regard. Mais lorsqu'il faut sceller la paix entre leurs deux pays, ce mariage est annulé au profit d'une union entre la jeune femme et Philippe II d'Espagne, le roi et père de Don Carlos. Une situation intenable qui va tourner à la tragédie.
Basé sur un roman écrit par Friedrich Schiller, "Don Carlos" mêle habilement drame intime et politique. Jalousies et trahisons, alliances et désunions, amitiés et amour, pouvoir politique et religieux sont au coeur de cet opéra composé par Verdi alors au faîte de sa renommée. Le compositeur italien y décrit admirablement bien les tensions qui peuvent naître lorsque les grandes émotions humaines se retrouvent en conflit avec les puissants intérêts politiques et religieux.

Une action transposée au XXe siècle
Dans la production genevoise, la mise en scène a été confiée à l'Américaine Lydia Steier, qui avait déjà proposé au Grand Théâtre les "Indes galantes" de Rameau en 2019 et qui a récemment marqué les esprits à Paris avec sa mise en scène sans concession de "Salomé" de Strauss.
Pour "Don Carlos", la metteuse en scène propose une version moderne de cette intrigue dont les thématiques restent très actuelles. On se retrouve ainsi au milieu du XXe siècle dans un régime autocratique prenant place dans un lieu et une esthétique rappelant l'URSS de la fin du régime stalinien et l'Allemagne de l'Est de la Stasi.
On baigne dans un monde cruel et grisâtre traduit sur scène dès les premiers instants par une pendaison qui en préfigure d'autres, posées comme des jalons dans cette production de près de 4h30, entracte compris.

Des protagonistes épiés en permanence
Un décor tournant situé au centre de la scène permet de passer de la forêt de Fontainebleau à un monastère, d'une salle du palais royal à une cellule de prison. Un dispositif qui révèle également un système d'espionnage caché derrière les murs de ces différents lieux. Sous l'égide du Grand Inquisiteur, des moines affublés de casques d'écoute épient, enregistrent et dénoncent des conversations qui auraient dû rester privées.
La plupart du temps simple, épurée et très lisible, cette mise en scène laisse place le temps d'une scène à un contrepoint bienvenu. Il s'agit du ballet du troisième acte durant lequel le plateau tournant prend tout son sens. Tournoyant de plus en plus vite, il rend compte d'une fête qui dégénère rapidement en orgie. Une belle réussite que l'on ne retrouve pas lors des autres scènes de foule quelque peu brouillonnes, par exemple celle de l'autodafé.

Une distribution convaincante
Du côté des voix, on nous promettait un plateau d’exception. Et l’on n’a pas été déçu tant le ténor Charles Castronovo (Don Carlos), la soprano Rachel Willis Sorensen (Elisabeth) et la basse Dmitry Ulyanov (Philippe II) ont proposé une prestation de qualité.
Mais c'est surtout le baryton français Stéphane Degout (Rodrigues) qui a séduit tout au long de cette production avec en point d'orgue son magnifique air "C'est mon jour suprême", à la fin duquel il meurt après s'être sacrifié pour son ami Don Carlos. On relèvera également la très belle prestation de la mezzo-soprano franco-suisse Eve-Maud Hubeaux (la princesse Eboli) qui a convaincu, tout en montrant des talents de comédienne certains.
Présents en nombre, les chanteurs et chanteuses du Choeur du Grand Théâtre de Genève ont été à la hauteur de l'événement, malgré quelques départs précipités lors de la première vendredi soir.
Une soirée durant laquelle le public n'a pas boudé son plaisir, applaudissant les airs les plus remarquables durant la représentation et réitérant ses félicitations à l'ensemble de cette belle production lors des salutations finales.

DON CARLOS à Genève : retour aux sources

Gilles Charlassier – ClassicAgenda.fr – 22 septembre 2023

source: https://classicagenda.fr/don-carlos-a-geneve-retour-aux-sources/

 

Le Grand-Théâtre de Genève ouvre sa saison avec une nouvelle production de Don Carlos. Dans la mise en scène efficace de Lydia Steier, Marc Minkowski défend le génie dramatique de la version de la création en français à Paris lors de l’Exposition universelle de 1867, avec un plateau vocal investi.

Quand il s’agit de mettre Don Carlos à l’affiche, se pose toujours la question de la version à retenir. Si la mouture italienne en quatre actes a longtemps prévalu dans les salles, l’original en cinq actes français s’impose à nouveau progressivement. L’acte de Fontainebleau, où l’amour de Carlos et Elisabeth est sacrifié sur l’autel de la raison d’état, présente quelques-uns des leitmotivs qui éclairent toute la cohérence du drame que les quatre actes italiens condensent davantage en une succession de grands tableaux. Pour la présente production, Marc Minkowski reprend la partition de la création à l’Opéra de Paris en 1867 – après les coupures que le compositeur a opérées pendant les répétitions pour se conformer aux contraintes de durée, sacrifiant donc la déploration de Philippe II sur le corps de Posa que Verdi réutilisera dans le Lacrymosa de son Requiem – avec quelques discrètes retouches, substituant au duo initial entre Philippe II et Posa à la fin du deuxième acte une réécriture ultérieure de la scène, et aménageant un peu le ballet, en partie pour combler un long changement de plateau avant le monologue du roi au quatrième acte – ce qui, sur fond de la cellule de Carlos, permet de goûter l’un des rares solos pour violon de la main de Verdi.

Mis à part ces menues libertés, le spectacle conçu par Lydia Steier ne bouscule pas l’oeuvre. Il s’appuie avant tout sur la très habile scénographie rotative dessinées par Momme Hinrichs, où le monumental se mêle à l’intime, tandis que, sur les côtés, des figurants évoquent les oreilles de quelque régime totalitaire que l’architecture imposante et les costumes dessinés par Ursula Kudrna peuvent apparenter à l’époque stalinienne. Tamisées par les lumières de Felice Ross, les vidéos habillent certaines séquences, à l’exemple de branchages dénudés par la froidure hivernale dans la plainte populaire au début de l’opéra. La direction d’acteurs affirme une relative raideur qui dépasse sans doute la crédibilité de la dictature, mais préserve la lisibilité du drame et des incarnations.

Dans le rôle-titre, Charles Castronovo se distingue par une fougue lyrique et un investissement communicatif, qui compensent une tessiture parfois aux limites d’un rôle qu’il aborde pour la première fois. Rachel Willis Sørensen se révèle une Elisabeth d’une indéniable noblesse, quoiqu’un peu monochrome. L’homogénéité du mezzo d’Eve-Maud Hubeaux rayonne mieux dans la figure d’Eboli, qu’elle cisèle avec une justesse remarquable. Stéphane Degout possède évidemment la carrure de Posa, portée par la densité d’un grain vocal riche de couleurs expressives, par-delà quelques rudesses d’accent au fond anecdotiques. Dmitry Ulyanov convainc en Philippe II par une voix de basse solide, dont les couleurs nourries enveloppent souvent la parole chantée. Egalement en prise de rôle, Liang Li impose l’autorité du Grand Inquisiteur. Les apparitions secondaires, toutes novices dans leur personnage à l’exception du Comte de Lerme par Julien Henric, ne sont pas négligées. Thibault, le moine et la voix céleste reviennent à trois membres du Jeune Ensemble du Grand-Théâtre – respectivement Ena Pongrac, William Meinert et Giulia Bolcato.

A l’instar du sextuor des députés flamands, les choeurs sont préparés avec la précision habituelle par Alan Woodbridge. Quant à la direction de Marc Minkowski, à la tête de l’Orchestre de la Suisse Romande, elle contient les épanchements dans le cadre du grand opéra que Verdi a porté à ses limites. Le génie du compositeur est resitué dans un genre et l’Histoire, le mot clef de la modernité atemporelle de ce Don Carlos.

 
 

 

 

Un DON CARLOS sous le signe de la grisaille

Christian Merlin – Le Figaro – 20 septembre 2023

source: https://www.lefigaro.fr/theatre/theatre-un-don-carlos-sous-le-signe-de-la-grisa…

 

Au Grand Théâtre de Genève, Lydia Steier offre une mise en scène dépouillée de la version en cinq actes et en français de l'opéra de Verdi.

Nous n'en démordons pas : malgré tout ce qu'on lui reproche, la version en cinq actes et en français du Don Carlos de Verdi est la plus aboutie ! Si on y trouve le temps long, c'est que quelque chose ne va pas dans la réalisation. Celle que propose le Grand Théâtre de Genève fait partie de ces spectacles ni mémorables, ni déshonorants, dont il n'est pas si facile de rendre compte. Une forme de grisaille ? L'image est d'autant plus tentante que décors et costumes présentent une dominante de gris. Jusqu'ici, la metteuse en scène américaine Lydia Steier s'était plutôt distinguée par ses spectacles coup de poing, au risque de se voir reprocher la surcharge. Et maintenant qu'elle opte pour le dépouillement, on la trouve terne !

Comme Warlikowski à Paris, on dirait qu'elle n'a pas osé s'approprier ce sujet en or. Transposer le conflit entre le trône, l'autel et l'amour dans un pays totalitaire stalinien où tout le monde espionne tout le monde espionne tout le monde et où les murs ont des oreilles n’est pas sans pertinence, mais ne rend pas compte de toute la complexité des rapports entre les forces en présence. Les scènes intimistes souffrent d’une direction d’acteurs banale, qui se réveille dans la deuxième partie quand les enjeux deviennent plus politiques, par exemple entre le roi et l’inquisiteur.

Dans une telle architecture, on compte beaucoup sur la direction musicale pour soutenir l’édifice et tendre le grand arc. Ce n’est pas ce que semble chercher Marc Minkowski, qui opte pour la mosaïque plus que pour la fresque. Cela n’exclut pas des atmosphères très poétiques, en clair-obscur. Mais quand il s’agit d’empoigner le grand opéra à bras-le-corps, c’est soit confus (les chœurs !), soit sans relief, créant un contraste entre la vision et l’audition : autrement dit entre la dépense physique démesurée du chef et un résultat pas toujours flamboyant. L’Orchestre de la Suisse romande excelle dans les pages chambristes (le beau violoncelle de Léonard Frey-Maibach !), mais son tutti nous parvient atténué, dans une fosse à l’acoustique il est vrai difficile.

Trop léger pour le rôle-titre
Très peu de francophones dans une distribution peu rompue au style français. Tout le monde y a mis du sien, même s’il suffit d’un mot chanté par Stéphane Degout pour rendre la comparaison cruelle. Une fois de plus, le Posa du baryton français est un modèle de tout ce qu’il faut faire dans ce répertoire ! Les autres relèvent du « oui mais ». Le sensible Charles Castronovo est trop léger pour le rôle-titre. Rachel Willis-Sorensen compense par un aigu de lumière une assise insuffisante dans le grave et le médium si sollicités par le rôle d’Elisabeth. Eve-Maud Hubeaux est une Eboli jeune et séduisante, dont la voix possède l’agilité mais pas la puissance dramatique. Dmitry Ulyanov est une basse de première qualité et un artiste intègre, seul le timbre rocailleux, très russe, sonnant quelque peu exotique pour Philippe II. Le Grand Inquisiteur impressionnant de Liang Li complète les premiers rôles, rejoints par des comparses sans reproche, pour un spectacle dont on attendait plus de ces frissons auxquels ses maîtres d’œuvre nous ont habitués.

DON CARLOS sans poésie ni sensibilité

Guy Cherqui — Wanderersite.com - 20 septembre 2023

source: https://wanderersite.com/opera/grand-theatre-de-geneve-don-carlos-sans-poesie-n…

 

Il était temps que le Grand Théâtre de Genève, le théâtre lyrique francophone le plus important de Suisse proposât enfin Don Carlos dans sa version originale, quasiment complète à l’exception d’un des plus beaux moments de la partition inexplicablement coupé pour des raisons spécieuses et donc indéfendables, comme on le verra. Il reste que le spectateur genevois aura tout de même une très belle idée de ce qu’est le véritable Don Carlos, toutes les soi-disant versions italiennes qui ne sont que des traductions de la version française, n’étant que des copies qui ne réussissent pas à rendre l’intensité et la poésie de l’original.
Mais faire du chef d’œuvre de Verdi le troisième d’une série sur le Grand-Opéra français après Les Huguenots et La juive, c’est mettre ensemble des musiques qui ne jouent pas dans la même catégorie : Don Carlos est indiscutablement l’un des plus grands chefs d’œuvres de la musique d’opéra du XIXe et dans la production de Verdi, il égale dans un autre genre Otello et Falstaff. Verdi le savait bien qui au moment même où il écrivait Otello, continuait de proposer des « versions » révisées qui puissent convenir aux théâtres, qui comme le Grand Théâtre de Genève aujourd’hui trouvaient cela trop long : la première d’Otello à la Scala est de février 1887, la première de la dernière version révisée en italien de Don Carlo, dite de Modena eut lieu peu avant, le 26 décembre 1886.
La France qui avait vu naître le chef d’œuvre n’apprécia pas le don que lui faisait Verdi, Don Carlos ne fut pas un succès, et d’ailleurs l’Opéra de Paris y mit du sien avec une distribution médiocre, et l’œuvre disparut du répertoire dans sa version d’origine jusqu’en 1986, pour redisparaître et renaître… 31 ans plus tard en 2017 (Prod.Warlikowski). Trois productions de 1867 à 2017 soit en 150 ans… ( à laquelle s’ajoute celle du Châtelet en 1996 dirigée par Antonio Pappano, pas très philologique)… Paris sera toujours Paris, le temple du goût …
S’il faut saluer le Grand Théâtre de Genève de proposer ce Don Carlos, on ne peut en revanche que déplorer le manque de discernement total dans le choix de l’équipe de production, qui confrontée à la grandeur de l’œuvre et à l’immensité de Verdi, n’offre qu’une production médiocre et à côté des enjeux, avec une direction musicale de Marc Minkowski qui ne réussit jamais à rendre l’épaisseur du texte verdien, ni les subtilités de la partition. Reste un plateau engagé, mais qui à deux exceptions près Stéphane Degout et Eve-Maud Hubeaux exceptionnels, ne réussit pas à se hisser totalement à la hauteur des exigences.
La seule évidence, c’est la difficulté que la direction du Grand Théâtre éprouve face à Verdi comme face à un mur qu’elle n’arrive presque jamais à gravir.

Aux racines de la complexité
La question de Don Carlos d’abord celle de la version qu’on va présenter, parce que même la version de la première de 1867, avec ses coupures de dernière minute dues aux exigences des horaires des omnibus parisiens ne peut être la référence. En Suisse, le Theater Basel a présenté récemment une version en français qui grosso modo colle à la version en 5 actes de Modena, sans le chœur initial, sans le « lacrimosa » (le duo Carlos/Philippe qui suit la mort de Posa) pour des raisons de longueur.

Quand Claudio Abbado à la Scala en 1977 a proposé une édition avec toutes les musiques écrites pour Don Carlos, à l’exception du ballet, il l’a proposée en italien parce qu’il n’y avait à l’époque aucun chanteur désireux d’apprendre la version originale alors que tous les théâtres du monde proposaient la traduction italienne. Et son enregistrement Deutsche Grammophon en français (il n’a jamais voulu enregistrer un Don Carlo en italien) ne prend pas parti, puisqu’il présente grosso modo la version de Modena en continu, mais avec les autres musiques écrites et le ballet réunis dans le dernier CD part en « appendice »… D’où l’accueil mitigé à sa sortie. Il reste que ces musiques ont été entendues en scène en 1977 et qu’elles ont stupéfié les auditeurs, notamment le fameux « lacrimosa » qui suit la mort de Posa (Qui me rendra ce mort ?) l’un des moments les plus sublimes de la partition que Lorin Maazel avait réintroduit à Salzbourg en 1998 dans la version de 1886 où il n’est pas prévu comme bien des musicologues le demandent aujourd’hui. C’est dire la valeur musicale de ce moment. Il existe des enregistrements « live » des deux distributions de cette production, la distribution A (Freni, Carreras, Cappuccilli, Ghiaurov, Obraztsova, Nesterenko) et la distribution B (M.Price, Domingo, Bruson, Obraztsova, Nesterenko, Roni) qui a fait l’objet de la retransmission TV, disponible en ligne (1)

Dans sa grande intelligence musicale, le Grand Théâtre a préféré couper. Avec le prétexte que le fameux « lacrimosa » n’avait jamais été joué du temps de Verdi même à la première. Soit, mais paradoxalement Marc Minkowski nous apprend dans le programme de salle que la base de la version présentée est celle du début des répétitions de 1867 (qui n’avait pas encore le ballet pourtant joué ici…) et non celle de la première. De qui se moque-t-on ?

Et Verdi était si conscient d’avoir écrit là une musique exceptionnelle qu’il l’a reprise pour le Requiem (c’est le « lacrimosa », et c’est de là que vient que ce duo Carlos/Philippe a pris le nom commode de « lacrimosa » par extension).

Jusqu’ici, la version la plus complète jamais représentée du Don Carlos en version originale l’a été à Turin, en 1991, sous la direction de Gustav Kuhn at aucun autre théâtre n’a eu l’audace de la proposer.

Tous les chefs d’orchestre connaisseurs de Verdi avec qui j’en ai parlé, y compris Claudio Abbado, soulignent combien la version originale est incomparable par l’adéquation de la musique au texte, parce que Verdi, on ne cessera de le répéter, était aussi sourcilleux que Wagner sur la question et qu’il harcelait ses librettistes sur la musicalité des mots choisis, faisant lui-même des propositions alternatives, y compris en français, tous soulignent aussi la beauté intrinsèque du livret, l’un des plus élaborés qui aient été écrits et sa logique interne qu’aucune version postérieure n’a réussi à rendre vraiment. D’ailleurs Verdi lui-même préférait le texte français, on a de lui une lettre à Antonio Ghislanzoni (librettiste de  Aida) de 1870 où il écrit que le chœur d’entrée de l’acte II « Ha tanto carattere e colore nella poesia francese » ( …a tant de caractère et de couleur dans le texte français).

Enfin, ils soulignent la complexité d’une partition dense, diverse, qui n’est jamais grossière, jamais bruyante, malgré les masses mises en œuvre, et des différents niveaux qui exigent une transparence absolue pour bien comprendre les enjeux musicaux, par exemple les premières mesures, où dans l’orchestre dominent les couleurs sombres et où l’on entend aussi des phrases où l’orchestre « pleure ». Mais voilà, Verdi est victime d’une tradition exécutive routinière qui a pris le pas sur la subtilité de son écriture, très finement psychologique : ce n’est pas seulement une question de couleur, c’est une question de rythme, de respiration, de tempo qui peut brutalement changer parce qu’un personnage évolue, se trouble, d’autant plus vrai dans un titre comme Don Carlos où le héros est fantasque.

Ainsi la version originale n’a pas de vraie tradition d’exécution, et ne peut être une sorte de UR-version de l’italienne : on ne peut les chanter de la même manière (c’est le cas des Vêpres siciliennes et de I Vespri siciliani en plus évident encore), d’où l’exigence de chanteurs qui aient un vrai travail avec le chef (et pas seulement un répétiteur) pour les respirations, la clarté du texte, les accents. De plus, cette tradition ne peut être post-meyerbeerienne, comme on voudrait nous le faire croire : même si Verdi (tout comme Wagner d’ailleurs) aimait Halévy et Meyerbeer, que Wagner n’aimait pas pour d’autres raisons mais qu’il a beaucoup écouté et à qui il a beaucoup pris : ne dit-on pas qu’avec Rienzi Wagner a écrit le « meilleur opéra de Meyerbeer ».  On a accusé Verdi de wagnérisme mais jamais de meyerbeerisme…

D’ailleurs en matière de Grand-Opéra, Meyerbeer savait mieux y faire pour triompher à Paris.

Don Carlos est trop complexe, trop sombre, trop fouillé musicalement et psychologiquement pour être un vrai Grand-Opéra qui exige des effets, des foules, du spectaculaire et du tape à l’œil un peu putassier. Ici trop de scènes intimistes, trop d’individus torturés, trop de méandres psychologiques sombres pour faire du pur spectaculaire…

Il n’y a qu’à comparer l’autre Grand Opéra historique Les Huguenots qui renvoie à la même période du XVIe pour constater la différence de traitement. Et puis, soyons clairs enfin pour sortir de la fausse évidence : des trois « Grands Opéras » présentés à Genève, Les Huguenots datent de 1836, La Juive de 1835, soit respectivement 31 ans et 32 ans antérieurs à 1867, une date où la mode du Grand-Opéra touche à sa fin (même L’Africaine de Meyerbeer de 1865 a une autre couleur… et résultat d’une gestation d’une vingtaine d’années). Verdi qui suivait attentivement l’évolution de la musique européenne, lui-même arrivé à un moment de bascule dans sa manière de composer ne pouvait écrire un simple Grand Opéra à la française.

Il écrit un Grand Opéra à la Verdi, c’est-à-dire un opéra de l’avenir et non un opéra sur un genre du passé qui ne l’intéressait pas.

Et pourtant il en a fallu du temps pour se rendre compte de la qualité de cette musique, que la tradition considérait comme trop longue, trop touffue, difficile à représenter, une tradition vivace notamment en Grande-Bretagne. Il faut attendre les années 1960 pour qu’apparaisse le titre dans les saisons d’opéra (Paris, en italien, en 1963, repris en 1975, production Margherita Wallmann) et sur le marché coup sur coup deux versions (en italien) de l’opéra, celle de Georg Solti, en cinq actes de 1966, avec Carlo Bergonzi, Renata Tebaldi, Dietrich Fischer-Dieskau,  Nicolai Ghiaurov et Grace Bumbry et en 1971 celle toujours en cinq actes signée Carlo-Maria Giulini avec Placido Domingo, Montserrat Caballé, Ruggero Raimondi Sherill Milnes et Shirley Verrett. Aucune des deux n’a été surpassée jusqu’ici dans la discographie.

Entre temps, Claudio Abbado néo directeur musical de la Scala avait choisi Don Carlo pour ouvrir sa première saison en 1968… Depuis, Don Carlo le plus souvent et Don Carlos de plus en plus depuis les années 2000 est régulièrement affiché dans les saisons d’opéra.

Que ce soit en français ou en italien, c’est la version en cinq actes qu’il faut privilégier. On continue de ne pas comprendre au nom de quoi (sinon de son histoire et de la version locale de 1884) la Scala continue de jouer la version en quatre actes, comme en décembre prochain pour l’ouverture de la saison sous la direction de Riccardo Chailly.

Certes Verdi a réécrit des musiques et resserré certaines scènes par rapport à la version de 1867, et les versions de 1884 et 1886 contiennent des musiques nouvelles, des réadaptations réussies, plus concentrées, mais la version originale reste celle qui a été voulue, dans la langue préférée, et avec ses musiques originales rarement exécutées, et pour cela même mérite d’être connue et jouée autant que l’autre. L’auditeur curieux écoutera donc la version en 5 actes de Solti ou Giulini en traduction italienne d’Achille de Lauzières et Angelo Zanardini, puis la version live (en italien) d’Abbado de 1977 pour toutes les musiques découvertes en continu, et puis enfin écoutera la version officielle d’Abbado en français chez Deutsche Grammophon… Pour l’instant, inutile d’aller chercher ailleurs.

Dernier point : en 1977, la première de ce Don Carlo en italien avec les musiques de 1867 totalement inconnues du grand public et retrouvées par Ursula Günther furent un choc énorme parmi les mélomanes, notamment les scènes du début (l’hiver est long…) qui donnent un sens au choix d’Elisabeth d’épouser Philippe II, pour faire cesser les souffrances du peuple, le duo du cinquième acte, moins ramassé, plus spectaculaire plus martial aussi que dans les versions 1884 et 1886, et évidemment ce qui fut un choc pour tous, nous qui étions derrière nos postes de TV lors de la retransmission début janvier : le duo Carlos/Philippe (qui me rendra ce mort ?) qui suit la mort de Posa appelé depuis Lacrimosa parce que Verdi, reprit pour le Lacrimosa du Requiem, orchestré différemment, mais qu’il ne réinséra pas dans l’œuvre, alors qu’il a toujours été prévu pendant toutes les répétitions de 1867, puis coupé à la veille de la Première. Musique sublime, qui attire les larmes, que tous les musicologues (au premier rang desquels Julian Budden, la plus grande référence verdienne, qui a écrit la somme la plus complète sur les opéras de Verdi) reconnaissent que son insertion comme le fit Abbado n’était pas absurde, à condition d’avoir les interprètes adéquats…

Visiblement à Genève, on la pense autrement, et ces dix minutes de musique semblaient insupportablement longues, alors qu’elles sont sans doute la plus grande signature de la version originale… Voyage en absurdie.

Don Carlos au Grand Théâtre de Genève, petit voyage en absurdie
J’ai esquissé la question en introduction, cette production de Don Carlos prend place à la fin d’une série qui proposait en ouverture de saison des Grands-Opéras français, ce fut La Juive en 2022, Les Huguenots en 2017, en proposant Don Carlos en 2023, toujours sous la direction de Marc Minkowski, spécialiste dit-on du Grand-Opéra, la série s’achève par un contresens. Il eût été plus être plus conforme au genre de conclure par Benvenuto Cellini, le « Grand Opéra à la Berlioz », ou même par le Faust de Gounod, qui est sans doute le dernier avatar véritable du genre (Théâtre lyrique, 1859 et entrée à l’Opéra en 1869 avec son ballet, la nuit de Walpurgis).

Bien évidemment, Don Carlos a les caractères du Grand Opéra « à la française », mais il n’en a plus le parfum ni le goût.  Verdi s’est frotté au genre à Paris avec Jérusalem en 1847 et surtout Les Vêpres Siciliennes en 1855, qu’on a vu au Grand Théâtre de Genève dans sa version originale il y a une douzaine d’années (2011), deux échecs relatifs qui rendaient Verdi méfiant par rapport à Paris.

On a souvent reproché à l’opéra sa longueur, mais est-il plus long que Die Meistersinger von Nürnberg, que personne ne songerait à couper. Mais Verdi, c’est du répertoire, souvent routinier, on peut s’y permettre des coups de canifs que jamais on n’oserait se permettre dans Wagner. Don Carlos est long ? c’est toujours trop long. Que Die Meistersinger von Nürnberg durent bon an mal an autour de 4h30/4h40 ne fait se plaindre personne, on souffre en silence ou on ne le monte pas. D’ailleurs le Grand Théâtre de Genève a proposé l’œuvre en 2006 (Dohmen/Harteros/Vogt) et personne à l’époque n’a hurlé à la mort parce que c’était trop long pas plus d’ailleurs quand le même théâtre le proposait en 1979 (Ridderbusch-Kollo…).

Mais sans doute en 17 ans la société genevoise a t elle changé, elle s’est liquidifiée, elle n’aime pas les longueurs, elle veut qu’un opéra, ça bouge et ce soit court. Là encore voyage en absurdie. D’ailleurs, en fin de saison, le Grand Théâtre va proposer Saint François d’Assise de Messiaen qui dure plus de quatre heures, d’une musique autrement plus difficile que Don Carlos pour un public profane (ou liquide) : faudra-t-il couper ??

 Au-delà de ce faux débat, indigne plutôt que faux, indigne d’un théâtre qui affiche des exigences, si on désire mettre Don Carlos au programme, on en assume les conséquences c’est la loi du genre.

Don Carlos est un opéra de Verdi en français, et pas un Grand-Opéra à la Française : là encore on invoque le ballet comme le point obligé de toute représentation de Grand Opéra. Il est curieux que désormais le ballet de Faust, qui est un grand opéra avec les caractères spectaculaires du genre, soit systématiquement coupé. Où sont les vestales qui hurlent à la trahison ? Verdi a composé son ballet La Peregrina, au dernier moment, ce n’est pas d’ailleurs de la mauvaise musique, notamment ce curieux solo de violon inhabituel au milieu dont on n’a pas l’habitude dans les ballets. Mais s’il y a quelque chose à couper, c’est peut-être le ballet que Verdi n’a jamais réinséré nulle part (vestales sortez vos couteaux), plus que le lacrimosa. C’est amusant d’ailleurs qu’à chaque Don Carlos se pose la question du ballet, comme si c’était l’essentiel, le ballet-boulet pour Verdi, qui savait bien que l’essentiel est ailleurs…

 Soyons d’ailleurs fair-play avec le Grand Théâtre, la version proposée est à peu près complète, le ballet est esquissé, haché en plusieurs morceaux brefs qu’on retrouve aussi bien au troisième acte (sa place) qu’entre le troisième et quatrième acte, coup de génie de la mise en scène qui remplace ainsi l’erreur dramaturgique qui consiste à mettre l’entracte entre les deux tableaux du troisième acte, au lieu de le placer à la fin de l’acte, ce qui est dramaturgiquement (et musicalement) plus logique mais qui a l’inconvénient de déséquilibrer les deux parties de l’opéra. En effet avec l’entracte « normal » à la fin du troisième acte on aurait une première partie de 2h30 environ et une seconde partie de 1h30, en coupant le troisième acte et y plaçant l’entracte, on a à peu près 2h/2h… toujours cette obsession de la longueur (à moins que les syndicats des musiciens n’aient des exigences, comme à la Scala où ils imposent deux entractes dans Fliegende Holländer qui se joue partout ailleurs sans entracte). Là encore voyage en absurdie parce qu’en général on place deux entractes à Don Carlos, comme dans n’importe quel Wagner…

 L’approche de Lydia Steier
Une question me taraude depuis que je vois des mises en scène de Lydia Steier, dont aucune ne m’a convaincu et dont certaines m’ont profondément agacé : qu’est ce qui fait courir les managers d’opéra pour lui confier des mises en scènes ?

Le travail effectué sur Don Carlos, s’il n’atteint pas les sommets de ridicule de sa Salomé parisienne ou de sa Frau ohne Schatten à Baden-Baden, laisse un peu rêveur dans cet art suprême d’enfoncer des portes ouvertes qu’ont les conquérants de l’inutile.

L’idée centrale est d’assimiler l’Espagne représentée dans Don Carlos à un état totalitaire de type Union Soviétique ou Allemagne de l’Est, où tout le monde est espionné : dans Don Carlos, la Stasi, c’est l’inquisition et donc sous chaque soutane se cache un espion et sous chaque capuche de moine une tête munie d’un casque d’écoute et dans chaque mur des cloisons s’ouvrent pour laisser passer une tête bien visible : ils sont si peu futés, ces espions qu’on ne cesse de les voir et que Philippe II lui-même après avoir confié tous les secrets de son âme à Rodrigue, les regarde en disant à Rodrigue « Allez et gardez-vous de mon inquisiteur »…

Lydia Steier montre cet espionnage systématique et en même temps ironise, mais à chaque entrevue un peu sensible, il y a une ombre tierce ou un personnage incongru, y compris au moment du duo final Carlos-Elisabeth, si secret qu’il se déroule très vite devant le chœur, devant les servantes qui poussent l’enfant de la reine dans une poussette, puis devant le roi gâchant un peu ce moment musicalement si intense qui se dilue avec cette agitation singulière tout autour.

Philippe II est donc le dictateur local, un dictateur soucieux, comme tous les dictateurs, de son image, si bien que la scène de l’autodafé (sous quelques pendus, leitmotiv de l’œuvre sous la main légère de Madame Steier) devient une sorte de réunion de parti à la Nuremberg au petit pied, où l’on voit des vidéos représentant le roi portant fièrement son bébé (un autre motif récurrent, comme on le verra) sur fond de soleil levant (décidément, après le Macbeth de Warlikowski à Salzbourg, le soleil levant est un motif, un topos de la dictature). Mais en voyant cette vidéo de Philippe II dictateur populiste, j’ai pensé à une autre mise en scène, de Philippe Stölzl, de Rienzi de Wagner plutôt réussie, au Deutsche Oper Berlin. Après vérification, c’est le même vidéaste Momme Hinrichs, qui a fait les vidéos de la présente production, avec les mêmes principes, en précisant que la vidéo de Rienzi date de 2010), ce monsieur n’a pas beaucoup d’inspiration visiblement, car il se répète.

Mais cela fait gamberger : Philippe II comme Rienzi. On nage dans le contresens. Rienzi décrit la montée au pouvoir d’un tribun (Rienzi, der letzte der Tribunen, dit le titre) c’est-à-dire de quelqu’un qui s’appuie sur « le peuple » on dirait un populiste aujourd’hui, et Don Carlos est d’abord le drame d’un espace clos, séparé du peuple, la cour. Don Carlos est un drame de cour, une histoire de palais (on parle même dans le livret de l’Escurial, d’ailleurs pas encore construit à l’époque…). C’est d’ailleurs très facile, plus facile d’espionner tout le monde dans un espace courtisan, et bien des souverains tenaient à leur cour pour mieux avoir sous la main les nobles (trop) puissants (Louis XIV…).

Les seuls moments où « le peuple » est présent, c’est à Fontainebleau, et donc hors de portée de Philippe II, lors de la scène de l’autodafé, qui est aussi fête de cour puisque scène de couronnement, et à la conclusion de l’acte IV, à la mort de Posa, et le peuple soulevé (entre autres par Eboli…) prend parti pour l’infant qu’il veut libérer…

En faisant de la scène de l’autodafé, par ailleurs fort mal réglée, confuse, une scène de comices politiques, Lydia Steier réduit la focale sans véritablement expliquer pourquoi. Elle souligne au stabilo sa thèse, fait du démonstratif, asséné au marteau, mais sans justification. Car Philippe II n’est pas Rienzi ou un dictateur populiste, et c’est l’inquisiteur qui tire les ficelles… Il eût donc fallu pour être logique jusqu’au bout dans sa transposition faire peut-être de Philippe un dictateur d’Allemagne de l’Est, mais alors l’inquisiteur serait l’Ambassadeur d’URSS, auquel on devait se soumettre, ou mieux, un dictateur d’Amérique du Sud (au moins on y parle espagnol), et l’inquisiteur l’Ambassadeur des États-Unis, mais Madame Steier est elle-même américaine, c’est tellement plus facile de tirer sur celui d’en face.

 En gardant la figure de l’inquisiteur, elle ne va pas jusqu’au bout et sa démonstration perd en efficacité et gagne en absurdité.

Troisième axe de la subtile démonstration de cette mise en scène, celle de la fonction d’Elisabeth. Pendant l’acte de Fontainebleau, elle est en costume trois pièces-cravate sans doute pour circuler librement et incognito, si bien que le duo Carlos-Elisabeth fleure bon l’air du temps (Madame Steier est « moderne »), dès qu’on annonce qu’elle est reine et qu’elle accepte avec ce oui à peine esquissé l’offre d’être reine au nom de la raison d’État, on lui enfile une robe.  Libre, et costume trois pièces… Reine, et robe. Quelle idée… géniale… d’autant que l’autre femme libre Eboli, est, elle aussi, toujours en pantalon sauf quand elle est costumée en reine, mais, manque de chance, elle est démasquée par l’infant (Dieu ! Ce n'est pas la reine !), la robe ne lui va pas. Parce que la robe, dans cette vision de la reine par Lydia Steier, c’est d’abord celle de la femme-ventre…

La reine est vue sans cesse enceinte. Dans l’histoire elle a eu deux filles et à sa mort (à 23 ans) elle était encore enceinte d’une troisième. Et donc Lydia Steier souligne la fonction d’une reine, celle d’être un ventre et donc de faire des enfants. Les enfants, on va en voir un sur l’écran, avec Philippe II (Don Carlos bébé ?), on en voit un au berceau, et on en pressent un futur sous la robe de la reine… Obsession de la succession (voir le Macbeth de Warlikowski…).

 Nous rappelons en note les quatre mariages de Philippe II et le destin historique de Don Carlos quatre mariages qui sont recherche d’un héritier mâle plus « normal » que Don Carlos (2)

Autre coquetterie de la mise en scène, pour marquer la différence entre troisième acte et quatrième qu’un entracte bien placé aurait marqué, on rallonge l’œuvre (tiens ? ce n’est donc pas si long…) par une transition (avec la musique de ballet, et notamment le solo de violon qui est si singulier) où l’on voit Don Carlos en prison, qui essaie de se pendre en y renonçant finalement, et donc une manière d’indiquer un infant sans courage et velléitaire … Était-ce bien utile ou bien pertinent ? Toujours cette volonté de Madame Steier tout souligner au stabilo, d’être lourdement démonstrative…

Enfin, pas d’inventivité dans la direction d’acteurs, notamment dans les duos et les scènes intimistes, réglées de manière conforme à toute mise en scène seulement traditionnelle, et non dépourvue d’un certain ennui.

Pour clore les éléments structurants de cette mise en scène peu convaincante, Lydia Steier offre une sorte de ballade des pendus qui s’ouvre dès l’acte de Fontainebleau où un « traitre » est supplicié, dont le corps se balance sous les frondaisons bellifontaines…

Puis les pendus se retrouvent en nombre dans la scène du couronnement-autodafé, et se balancent au-dessus de la fête de cour, et les députés flamands, d’abord libérés par Don Carlos qui menace son père non de l’épée, mais d’un pistolet (…) puis à la faveur de l’arrestation de l’infant, sont réattachés et condamnés à la pendaison.

Enfin, à la fin de l’œuvre, Elisabeth et Don Carlos n’échappent pas au supplice favori de cette production.

 Le décor, conçu par Momme Hinrichs (immortel auteur des vidéos répétitives signalées plus haut) est un dispositif installé sur une tournette, qui tourne (trop ?) souvent, offrant à l’intérieur une sorte de salle de théâtre, salle de réunion, tombeau de Charles Quint (toujours présent depuis la scène I de l’acte II dont on ne fait plus rien jusqu’à la fin, une salle qui sert de salle de bal, salle de comices, bureau de Philippe II, et les cloisons extérieures qui offrent le lieu bucolique qui rappelle Fontainebleau, la prison où est enfermé Carlos et où meurt Posa, un mur de bois qui semble être plutôt le mur de la vérité et de l’intimité : bref, on utilise de manière quelquefois bienvenue d’ailleurs chaque possibilité de ce décor (soit environ 5 espaces qu’on adapte) pour illustrer la multiplicité des lieux qui est le caractère du Grand-Opéra, et entre les cloisons, comme on l’a dit, les installations d’espionnage, poste d’écoute avec magnétophone et table d’enregistrement et d’écoute et divers postes d’observation dissimulés.

Le dispositif scénique a l’avantage de concentrer l’espace, et de donner l’ambiance, uniformément grise ou noire, mais cette dernière est un topos de toutes les représentations ordinaires de Don Carlo/Carlos, comme par exemple l’excellente production munichoise de Jürgen Rose, créée en 2000, qui continue d’être reprise de manière bienvenue, avec ses tableaux sombres, inspirés de Zurbarán ou du Greco (mâtiné de Francis Bacon). Mais bien d’autres aussi, entre ombres portées, corridors sinistres et cour enfermée dans son étiquette rigide.

Certaines scènes sont, face à pareil dispositif, prévisibles, comme le duo Elisabeth/Carlos de l’acte II qui reprend le cadre « idyllique » (assez sinistre quand même) de Fontainebleau, d’autres sont plus acceptables, comme le ballet en forme de bacchanale/orgie conçu comme libération des corps et des désirs ; dans lequel une Eboli plus en désir que jamais rencontre un Don Carlos tout à la reine.

La même Eboli, image de la femme libre, avec ses longs cheveux roux (couleur des femmes dangereuses et ensorceleuses) et son pantalon, fait de l’air du voile et de la chanson sarrasine (habilement prémonitoire de la suite, ne l’oublions pas), une sorte d’exercice physique d’un groupe de femmes bientôt en dessous intimes faisant des mouvements de gymnastique… ou qui imite Monica Lewinsky, émergeant du bureau de Philippe II avant son air. Une originalité dont on appréciera l’à propos, ajoutée à un topos des mises en scènes depuis une vingtaine d’années qui proposent presque toujours désormais une Eboli présente dans le lit royal avant le monologue initial du quatrième acte.

Mais tout ce dispositif a aussi un effet pervers, il empêche les foules, une donnée essentielle des scènes spectaculaires du Grand-Opéra, de se déployer de manière adaptée et lisible parce qu’il occupe l’espace scénique pourtant respectable du Grand Théâtre, obligeant les masses à se déployer latéralement, au proscenium, avec des effets sonores pas toujours évidents. Quand elles se déploient à l’intérieur du dispositif, comme pour la scène de l’autodafé-couronnement au troisième acte, c’est confus, mal conduit, mal géré : rares sont les metteurs en scène qui savent gérer les mouvements des chœurs, et Madame Steier a encore quelques leçons à prendre de ce côté aussi.

En essayant de décrire certains axes de lecture de cette mise en scène, on est frappé une fois de plus par la volonté démonstrative qui assène au lieu de suggérer, qui ne laisse aucune place à l’imaginaire, à la poésie, dans une œuvre qui loin d’être cette masse lourde et monolithique qu’on a pu décrire à certains moments de sa réception. Une œuvre est bien plus profonde, subtile, complexe qu’on ne croit. Chaque personnage a quelque chose de contradictoire, pas un n’est tout d’une pièce, à commencer par Philippe, qui est un faible soumis au grand inquisiteur et qui se protège derrière un masque de distance et de dureté pour dissimuler ses failles, de Rodrigue pris entre son amitié (d’enfance, comme l’a bien rappelé la belle mise en scène de Claus Guth à Naples) avec Carlos et sa loyauté au roi, d’Elisabeth aimant Don Carlos, mais qui cherche à sauver le roi au moment de la révolte de l’acte IV, ou d’Eboli prise entre ses désirs, ses ambitions et ses rêves petits bourgeois d’amour avec Carlos (comme cette fois l’a bien montré Konwitschny à Vienne et Barcelone dans sa mise en scène du ballet pantomine « le rêve petit-bourgeois d’Eboli ») : comme toujours Verdi montre des personnages jamais tout à fait noirs ou méchants, sauf l’inquisiteur , car il était profondément anticlérical, et Don Carlos est créé à Paris en 1867 alors que l’Italie naissante n’a pas encore renvoyé le Pape dans son Vatican (la prise de Rome n’aura lieu que le 20 septembre 1870) et que Verdi a déjà eu maille à partir avec la censure.

Lydia Steier préfère se perdre dans de l’anecdotoc démonstratif comme Eboli qui se crève un œil pour détruire cette beauté fatale qui l’a ruinée à la fin du Don fatal, manière de rappeler qu’elle était borgne (un rappel historique certes, mais cette infirmité était probablement une blessure d’enfance ou un défaut de naissance) et paradoxalement, sa beauté a justement toujours été exaltée, malgré ce défaut qui n’a en rien nui à sa réputation si flatteuse…

Pas un seul moment d’émotion n’est procuré par la mise en scène dans une œuvre qui en regorge : seul les chanteurs par leur talent propre sont capables de la créer, comme Degout dans Posa profondément humain ou Eve Maud Hubeaux dans son monologue et par sa seule expressivité. Mais le Philippe II de Ulyanov est trop nerveux, trop marqué par un certain expressionnisme alors que le personnage doit être tout intérieur. Quant à Elisabeth (Rachel Willis-Sørensen), la mise en scène la montre lasse d’être enceinte et se frappant le ventre avec pour seul effet de faire glousser certains spectateurs… Quant à Charles Castrovono, le personnage voulu n’est pas dessiné clairement entre passion romantique et faiblesse, dont le faux héroïsme et l’absence totale de réalisme est soulignée de manière terrible par Verdi et son librettiste, quand il dit à Elisabeth dans leur duo qu’il va aller en Flandres non d’abord pour pacifier le pays, mais pour élever un monument à Posa

Acte V,2 :
Élisabeth : Non ! Songez à Rodrigue. Est-ce pour des chimères
qu'il s'est sacrifié ?

Don Carlos :  Dans ses Flandres si chères,
d'abord je veux lui faire élever un tombeau,
comme jamais un roi n'en obtint de plus beau.

C’est par de tels détails que se révèle la justesse du livret de Don Carlos, mais Lydia Steier s’attache à des évidences, de préférence à la mode (il fait si bon respirer l’air du temps quand on ne sait pas en tirer le sens), et superficielles, voire contradictoires. Il n’y a pas de pensée profonde dans ce travail, mais des révélations d’évidences qui prennent un peu le spectateur pour un demeuré.

Dans une telle perspective, la fin, est ici confuse, ne porte pas de sens ; elle est vue par Verdi comme mystérieuse voire transcendante, Charles Quint intervenant pour sauver l’infant et le soustraire à Philippe et à l’Inquisiteur, comme s’ils symbolisaient de faux pouvoirs pervertis, l’inquisiteur (parce qu’il usurpe le pouvoir royal) et Philippe (parce qu’il se venge d’un drame domestique, n’ayant aucun sens de la clémence, qui fait la grandeur des rois).  On se demande dans cette production ce que vient faire Charles Quint (qui est le deus ex machina) puisque même sans lui les deux seraient pendus au pays de la Stasi… Et quel sens a ce Philippe II pouponnant au premier rang comme si ce qui comptait c’était l’héritier, avec le couple en instance de pendaison au second plan… c’est tout au mieux ridicule mais en cohérence avec sa fausse démonstration qui ne rend pas justice à l’œuvre. Une vision étroite et sans respiration.

La musique et ses implications pyschologiques, retour sur le « lacrimosa »
L’œuvre est complexe dans son livret, qui est je le répète un « faux » grand-opéra, où Verdi veut respecter des formes imposées qu’il sait dépassées, et dont il change les règles par une charge psychologique plus forte des personnages, de nombreuses scènes intimistes bien plus nombreuses que les scènes de foule, un peu comme dans l’œuvre suivante qu’il va écrire pour le Caire, Aida, une œuvre intime et intérieure que l’on retient pour la seule scène du triomphe. On ne peut donc appliquer à Don Carlos le qualificatif de Grand-Opéra à la française, il en a les formes mais en aucun cas la substance.

La substance, c’est une partition complexe, aux mille couleurs, qui caractérise subtilement les personnages (l’introduction au violoncelle du monologue de Philippe) et notamment leurs illusions ou leurs erreurs.

Revenons pour montrer les questions d’adéquations psychologiques au « Lacrimosa », le fameux duo entre Carlos et Philippe coupé stupidement, parce que c’est justement le moment terrible où d’un côté Carlos se sépare définitivement de son père (mais en le menaçant au troisième acte, il avait bien commencé le boulot), mais surtout où Philippe prend conscience de ses erreurs :

Qui me rendra ce mort ? Ô funèbres abîmes !
Celui là seul… parmi tant de victimes !
Un homme, un seul, un héros était né,
j'ai brisé cet appui que dieu m'avait donné !
Oui, je l'aimais… sa noble parole
à l'âme révélait un monde nouveau !
Cet homme fier… ce cœur de flamme,
c'est moi qui l'ai jeté dans l'horreur du tombeau !
Qui me rendra ce mort ?

Il se rend compte de deux données fondamentales :
•             il aimait en Rodrigue ce fils que Carlos (vélléitaire, non héroïque) ne serait jamais
.             il comprend qu’il a failli à la clairvoyance dont tout roi devrait être doté. Rappelons toujours à ce propos le monologue de l’exempt de Tartuffe de Molière, parfaite définition de ce qu’est un roi absolu :

Un Prince dont les yeux se font jour dans les cœurs,
Et que ne peut tromper tout l'art des imposteurs.
D'un fin discernement, sa grande âme pourvue,
Sur les choses toujours jette une droite vue,
Chez elle jamais rien ne surprend trop d'accès,
Et sa ferme raison ne tombe en nul excès.

(Tartuffe V,7)

C’est donc une double erreur qui se révèle à lui et qui lui confirme qu’il n’est pas un souverain conforme à l’idée de ce que doit être un souverain, et à l'idée qu’il avait de lui-même. Du même coup, la révolte qui suit se justifie contre un roi injuste, sauvé par un inquisiteur qui se sert de Dieu pour consolider son pouvoir.

Le lacrimosa n’est pas seulement un moment musical sublime, c’est aussi un moment de bascule psychologique où Philippe II se met définitivement dans les mains de son inquisiteur, incapable de répondre à ses devoirs de roi, d’où le piège du final de l’acte V, ourdi par l’inquisiteur où Carlos et Elisabeth sont surpris comme en flagrant délit d’un vaudeville quelconque. D’où enfin l’intervention de Charles Quint, Empereur et Moine, qui réunit en lui Philippe II et l’inquisiteur, mais seul vrai dépositaire de l’ordre juste.

Et c’est pour cela qu’il a une vraie fonction dramaturgique.

Au cas où vous le connaîtriez pas, écoutez-le dans l’interprétation de Roberto Alagna et José Van Dam dans l’enregistrement EMI de Antonio Pappano avec l’orchestre de Paris, vous comprendrez quelle musique a été coupée…

 Un accompagnement musical superficiel et linéaire
Ce sont ces mécanismes psychologiques, soutenus par une musique qui sert ces ressorts sans jamais les illustrer, mais qui les fait vivre, qui les révèle, qui font la richesse de Don Carlos et la pauvreté de cette mise en scène simpliste. Mais justement, la question de l’accompagnement musical se pose à chaque moment dans sa fonction d’éclairage et non de description et d’illustration.

Et c’est bien là le bât blesse également car le travail de Marc Minkowski à la tête d’un orchestre de la Suisse Romande de très bonne facture se limite à illustrer ou décrire les situations d’une manière linéaire, sans jamais plonger dans les arcanes de la partition. On ne sent aucune sensibilité dans cette lecture, dépourvue de legato, dépourvue de rondeurs, sans la transparence qui laisserait entrevoir les architectures internes et les phrases musicales qui jouent en contrepoint avec la ligne mélodique dominante, mais surtout elle ne met jamais en valeur le texte ou les situations. Il n’y a pas de mise en scène de cette musique pour inviter le spectateur à l’écouter ou la pénétrer. Mise en scène, c’est à dire mise en valeur de tel ou tel pupitre, de telle moment d’orchestre : dès le prélude et la scène initiale l’« hiver est long », on est frappé par l’absence de couleur, alors que ce début sombre est en réalité déjà très varié au niveau des sonorités.

La partition est déroulée, avec des moments réussis (le ballet, qui n’est pas la plus belle des musique, mais c’est assez maîtrisé à l’orchestre, ou la scène entre Philippe II et l’inquisiteur), mais à aucun moment ne surgissent la profondeur et la poésie qu’on attendrait.

Le tempo est en général assez soutenu, mais ne semble pas tenir compte de la difficulté à chanter le texte en français, notamment pour les chanteurs dont ce n’est pas la langue maternelle, et notamment pour le chœur qui s’applique (notamment les voix masculines) à rendre le texte et audible, mais qui semble bousculé par la disposition scénique et le tempo, si bien que très vite on constate des décalages assez nombreux, dans les ensembles.

Autre problème, les équilibres entre la musique de scène qu’on entend peu et qui semble noyée sous les ensembles et la fosse, tant cette dernière est prédominante. Entre problèmes d’équilibres sonores et décalages nombreux, on ne sait si c’est dû au stress de la première, et alors les choses se mettront en place (on le souhaite) au fur et à mesure des représentations, mais la direction musicale n’a pas donné l’impression de donner les attaques avec la précision voulue, ni de soutenir les chanteurs quand c’était nécessaire (notamment dans le monologue de Philippe II « Elle ne m’aime pas »).

Et qu’on ne vienne pas arguer qu’il s’agit d’un grand opéra à la française qui doit donc se diriger comme tel, parce que certains problèmes étaient là l’an dernier perceptibles dans La Juive aussi, mais comme je l’ai écrit plus haut, il s’agit d’un Verdi, c’est-à-dire une écriture de plus en plus complexe notamment dans cette période où il revoit plusieurs opéras (Macbeth, La Forza del Destino) et qui est une écriture très serrée dans sa volonté de traduire des psychologies, des âmes, et surtout la complexité du monde et des hommes, au contraire de l’effet produit, c’est une écriture qui n’est en rien superficielle, et sans concessions : c’est bien ce qui a nui à Don Carlos qui n’a pas eu la carrière méritée.

Entre l’approche linéaire et sans vraie sensibilité et les problèmes techniques perçus çà et là, la direction musicale de ce Don Carlos ne m’a pas convaincu et n’est pas étrangère à quelques difficultés des chanteurs non rompus à ces rôles. Car la question du texte se pose, et on sait que le chant en français n’est pas facile a priori à qui ne maîtrise pas la langue. C’est sensible dans tous les enregistrements de l’œuvre.

 Les aspects vocaux, entre dignité et merveille
Je l’ai souligné plus haut, le chœur, dirigé par Alan Woodbridge, est apparu plutôt bien préparé, notamment les voix masculines très claires, à la diction soignée, à l’articulation sans reproche, c’est moins convaincant dans les voix féminines, mais dans l’ensemble, la prestation du chœur dans ses aspects strictement musicaux, est convaincante. Comme on l’a évoqué plus haut, les problèmes de rythmes et de décalages apparaissent plus la conséquence d’un dialogue moins approfondi avec la fosse (des répétitions communes insuffisantes ?) et de positions difficiles sur la scène à cause de la disposition du décor que de la qualité intrinsèque des forces du Grand Théâtre.

La distribution est dans son ensemble engagée, disponible et sans vrais problèmes, même si tous ne sont pas à l’aise avec cette partition et la langue. Il faut que le spectateur et le lecteur soient conscients que ce qui nous paraît aujourd’hui à peu près naturel, chanter les opéras en langue originale, ne l’était pas il y a encore une cinquantaine d’années : Wozzeck a été créé à la Scala en italien en 1952, mais on chantait tout autant Le Nozze di Figaro en allemand à Vienne à la même période, dans une traduction d’Hermann Levi.

Par ailleurs, l’italien notamment pour les opéras italiens était considéré comme la langue véhiculaire de l’opéra, qu’ils aient été créés en français ou en italien : c’était le cas pour les opéras « français » de Verdi, mais aussi pour les opéras de Rossini ou de Donizetti. Ce n’est qu’à la faveur des recherches philologiques qui se développent à la fin des années 1960 et vont aller en se développant qu’on redécouvre des versions originales qui avaient disparu des mémoires : je l’ai écrit plus haut, aucun chanteur des années 1970–1980 d’envergure n’aurait appris le Don Carlos français, bien persuadés qu’ils ne pourraient pas le « monnayer », aucun théâtre n’ayant l’intention de proposer un Don Carlos original, au premier rang desquels l’Opéra de Paris. C’est en France Massimo Bogianckino, administrateur général de l’Opéra de Paris assez éphémère, qui a eu l’idée de faire un axe fort du répertoire « italien » XIXe de Paris, en ouvrant sa première saison par Moïse de Rossini en version originale, et bien qu’il soit parti déjà en 1986, la première présentation de Don Carlos en version originale fait partie de cette programmation. Les choses sont un peu différentes aujourd’hui, puisque Vienne (2004), Paris et Lyon (2017), le MET (2022), Bâle (2006 et 2021) ont proposé des versions originales. Les chanteurs sont plus habitués à chanter en Français, et la Rossini-renaissance a aussi contribué à familiariser les chanteurs spécialisés au phrasé français, c’est ainsi que Michele Pertusi a été un grand Philippe II à Lyon et un grand Moïse à Aix encore récemment.

Il reste que réunir une distribution complète pour Don Carlos reste une gageure pour un théâtre et Genève, dans l’ensemble ne s’en sort pas si mal, même si sur les 16 rôles (si l’on inclut les députés flamands), il y a 12 prises de rôle, dont Don Carlos (Charles Castronovo), Philippe II (Dmitry Ulyanov), Le Grand inquisiteur (Liang Li). En revanche Rachel Willis Sørensen à Chicago en 2022, Stéphane Degout et Eve Maud Hubeaux à Lyon en 2017, ont déjà chanté la version originale.

C’est quelquefois plus difficile d’ailleurs de passer au français quand on a en en bouche la traduction italienne, que Dmitry Ulyanov chante, car ce n’est ni la même technique, ni les mêmes écueils.

Les rôles d’appui sont en général très bien tenus, à commencer par le sonore comte de Lerme de Julien Henric, timbre clair, voix bien projetée, phrasé impeccable, on peut dire de même de la voix céleste de Giulia Bolcato, en apparition fantomatique qui marque la conclusion du troisième acte.

Nous avons suffisamment signalé Ena Pongrac comme l’une des voix les plus intéressantes du jeune ensemble de Genève pour émettre quelques réserves sur son Thibault, moins marquant qu’attendu, mais tout de même très digne. Enfin William Meinert dans le Moine (Charles Quint) affiche une voix affirmée, même si pour le rôle elle nous est apparue un poil trop claire, mais il est vrai qu’entre Philippe II, le Grand Inquisiteur et le Moine, Verdi travaille des variations subtiles sur la voix de basse, descendant jusqu’au spectral (le Moine) que Meinert n’est pas, même s’il défend les moments où il chante avec un certain cran…

Les députés flamands, ceux qu’on va pendre, puis non, puis oui, sont très bien défendus par Raphaël Hardmeyer, Benjamin Molonfalean, Joé Bertili, Edwin Kaye, Marc Mazuir, Timothée Varon en un ensemble cohérent, homogène, d’un bel effet.

Le Grand Inquisiteur, c’est Liang Li, pour qui c’est une prise de rôle ou dans son fauteuil roulant (il est aveugle) il n’est pas sans évoquer fugacement le portrait de Velasquez du pape Innocent X (repris ensuite par Francis Bacon). Et il se sort du rôle avec une puissance notable et une assise solide, une diction claire et une incarnation marquée, la scène avec Philippe II est l’une des scènes fortes de la soirée, qui plus est l’une des plus tendues au niveau de la direction musicale.

Face à lui le Philippe II de Dmitry Ulyanov pour qui c’est une prise de rôle en Français est un peu plus irrégulier. On connaît bien la basse russe, exceptionnelle comme Tsar Dodon de Le Coq d’Or de Rimsky Korsakov ou Koutousov de Guerre et Paix de Prokofiev, c’est sans doute l’une des basses les meilleures de sa génération. Et d’ailleurs, dans le duo avec Rodrigue de l’acte II, il affirme une belle personnalité, une véritable énergie et une voix puissante et expressive.

Dans la deuxième partie en revanche où il a son fameux monologue « elle ne m’aime pas », il a plus de difficulté à saisir le phrasé et le style nécessaires, la souplesse et la rondeur vocales exigées par le moment qui l’un des sommets de l’œuvre. Les notes sont moins tenues, avec une absence d’accents et de legato, et il n’est pas soutenu par une direction musicale qui va son chemin, sans sembler écouter le chanteur. Il en résulte une impression d’inachevé, un ton pas vraiment assis, une affirmation à éclipses, dans un exercice où on le sent très attentif à suivre le texte (avec d’ailleurs une diction très claire), ne pas faire de fautes de rythmes, mais où dans cette attention à la technique vocale, il perd de vue les aspects interprétatifs, et du coup son monologue sonne relativement indifférent, alors qu’il montre aussi bien avec l’inquisiteur que dans la dernière scène une force et une énergie intéressantes. Un work in progress en quelque sorte, sur lequel il ne devrait pas y avoir du doute eu final.

Rachel Willis Sørensen n’en est pas à son premier rôle verdien en français, on l’a entendue (très décevante et incompréhensible) dans Hélène des Vêpres siciliennes à Munich et elle a chanté Elisabeth de Don Carlos à Chicago, la diction est claire jusqu’à un certain point, plutôt dans les graves, mais souvent elle privilégie le son à la parole. Comme la plupart des chanteuses américaines elle a une vraie technique, mais la voix n’est pas homogène, plus neutre dans les graves et les centres et subitement puissante, et trop volumineuse dans les aigus, sans négocier des passages contrôlés (si importants dans Verdi et notamment ces rôles (c’est pareil pour Aida) qui nécessitent un contrôle vocal sur tout le spectre sans jamais exploser. Or, dès qu’elle arrive à l’aigu, qu’elle a puissant, elle explose à la limite du cri. C’est dommage parce qu’ainsi, elle ne peut rendre l’expressivité d’une Elisabeth. Dans un rôle qui exige pour chaque registre des couleurs qu’elle n’a pas toujours, elle ne m’apparaît pas encore maîtriser toutes les subtilités musicales du rôle.

En face l’Eboli d’Eve-Maud Hubeaux a la voix un poil légère notamment elle aussi dans le registre grave, car Eboli est un mezzo « lourd » de type Amneris que chantèrent des Cossotto ou des Verrett et aujourd’hui des Garanča difficilement égalables, comme on l’a entendue à Naples la saison dernière. Hubeaux convenait à Lyon, salle réduite, le volume de la salle de Genève est à la limite pour elle.

Mais elle a en revanche une science du mot, une expressivité, un engagement dans le jeu qui compensent les limites de la voix : elle est une Eboli exceptionnelle dans ce contexte parce qu’elle chante toutes les couleurs, toutes les subtilités du rôle, qui est difficile, entre les traces de belcanto de la chanson du voile et la pleine expression du mezzo verdien dans le Don fatal. Elle est scéniquement particulièrement vraie, dans un personnage un peu spécial de femme « libre », dans cette cour fossilisée et c’est bien la preuve qu’en maîtrisant parfaitement le phrasé et la valeur de chaque mot, on peut dépasser certaines difficultés vocales.

La perfection vocale, c’est Stéphane Degout, qui a dans l’expression et la couleur tout le caractère du personnage, pour lequel Verdi avait le plus de sympathie. Stéphane Degout (entre parenthèses affublé d’un costume un peu ridicule de dandy à lunettes un peu perdu) a cette maîtrise suprême de l’émission, cette faculté à donner une couleur à chaque mot, voire à chaque syllabe, en accentuant quelquefois les voyelles, adoucissant les nasales, rendant fluide ce qui dans le chant français constitue pour bien des chanteurs un obstacle. C’est un art du chant qui montre d’abord une capacité à exprimer tout le caractère et la couleur que ce Verdi aimait nella poesia francese. Il y a chez Degout une tenue, une dignité une pudeur vocale, une délicatesse dans l’expression qui tranche avec les situations dans lesquelles la mise en scène le contraint. Tout est ici raffinement et on est émerveillé subitement de ce qu’est le chant verdien en français, quand il est si expressif, si maîtrisé, si raffiné. Un chef d’œuvre de maîtrise, avec une voix qui s’est élargie, renforcée, sans jamais être excessive, jamais rien de trop. Voilà ce qu’est l’art suprême du chant.

Enfin Charles Castronovo est Don Carlos, un rôle aussi redoutable chez Verdi que peut l’être Tannhäuser chez Wagner, parce que il y a des parties de ténor lyrique, et d’autres spinto, avec des moments presque héroïques (le troisième acte notamment avec l’aigu ravageur sur « sauveur » où même Pavarotti chuta à la Scala et que Castronovo « savonne » quelque peu) .

Toute la première partie très lyrique, est plutôt réussie et le ténor cherche à raffiner, à faire entendre la subtilité des notes, sans jamais forcer. Le troisième acte est plus difficile, déjà dans le duo avec Eboli, mais surtout dans la scène du couronnement-autodafé où la voix fatigue et atteint ses limites dans les dernières scènes. C’est donc un peu irrégulier, pas toujours maîtrisé parce que la voix est en deçà des exigences du rôle, mais Castronovo qui est un vrai professionnel, s’en sort au total avec une certaine élégance dans un univers lyrique où il y a peu de Don Carlo, et encore moins de Don Carlos. Il faut une voix avec une assise plus large, et Castronovo manque ce cette assise-là. À cela s’ajoute un dernier problème qui est le déséquilibre vocal du couple Elisabeth/Don Carlos où la voix trop volumineuse de Rachel Willis Sørensen est défavorable à celle de Charles Castronovo qui l’est moins ce qui rend certains moments musicalement bancals que le chef n’essaie pas d’aplanir en travaillant sur les équilibres…

Au total, deux chanteurs vraiment dignes du défi, Degout et Hubeaux, les autres solides mais la plupart en devenir pour des raisons diverses, dont une me paraît provenir de ce que les prises de rôles ne sont pas assez soutenues par la fosse et n’ont visiblement pas travaillé suffisamment en synergie avec le chef pour caler un certain nombre d’accents, de rythmes de respirations … Pour des rôles de cette envergure et de cette difficulté, cela me paraît déterminant.

Malgré les réserves c’est là l’occasion unique d’écouter des musiques que l’on connaît encore très mal, d’une version originale qui reste vraiment peu diffusée.  Pour cette seule raison, il faut que tous les amoureux de Verdi se précipitent au Grand Théâtre. Ils y entendront un livret exceptionnel et une musique qui ne l’est pas moins, dans des conditions qui auraient pu être meilleures avec d’autres choix initiaux, mais je l’écris depuis longtemps, le Grand Théâtre a des difficultés avec le répertoire italien, et notamment avec Verdi, considéré plus par sa capacité à rameuter un public que par le côté singulier de son génie.

Notes
1.            Karajan s’était opposé à ce que l’autre distribution soit enregistrée, pour des raison d’exclusivité – c’était celle de son disque – et de concurrence : il savait quel chef était Abbado…

2.            Rappelons les données historiques assez complexes pour clore cette affaire de succession.

Philippe s’est d’abord marié avec Marie-Manuelle de Portugal, dont il a eu Don Carlos, l’infant (1545–1568), réputé demi-fou. Puis il épouse Marie Tudor, la reine d’Angleterre, qui meurt en 1558, quatre ans après leur mariage sans lui avoir donné d’enfants

Il épouse ensuite Elisabeth de France (1545–1568) d’abord promise à Don Carlos, mais Philippe II y renonce, son fils étant trop fragile psychologiquement et se résout à l’épouser lui-même et il semble qu’il lui était très attaché. Elle meurt à 23 ans.

Il épouse en quatrièmes noces en 1570 Anne d’Autriche, fille de l’Empereur Maximilien II elle-aussi d’abord promise à Don Carlos, qui meurt lui aussi en 1568, en profitant en quelque sorte de la mort de l’infant et la reine la même année : c’est elle qui lui donnera son héritier mâle et successeur, Philippe, qui lui succèdera en 1598 sous le nom de Philippe III.

Une distribution de rêve pour DON CARLOS à Genève

Paul Fourier – Cult.News.com - 19 septembre 2023

source: https://cult.news/scenes/opera/une-distribution-de-reve-pour-don-carlos-a-genev…

 

Cette nouvelle production de l’opéra de Verdi est l’un des évènements de rentrée de la planète lyrique. À juste titre, grâce à une distribution homogène totalement convaincante dans la mise en scène – finalement assez sage – de Lydia Steier.

Nous sommes, en ce moment, en pleine floraison de Don Carlo(s). Après la très belle reprise de la production de Jürgen Rose au festival d’été du Bayerische Staatsoper, et avant le retour attendu, cet automne, de Vittorio Grigolo dans le rôle à Monte-Carlo, le Grand Théâtre de Genève affiche une version musicalement très complète de l’œuvre dans le cadre de son cycle des Grands opéras français.

Cette version s’appuie principalement sur la musique écrite par Verdi lors de la création réalisée dans le cadre de l’Exposition universelle parisienne de 1867. On retrouve donc de grandes pages de musique rarement données (notamment au tout début, dans l’acte de Fontainebleau, et à la toute fin de l’opéra, après le duo entre Élisabeth et Carlos).

On le sait, le 11 mars 1867, la création se fait avec une partition déjà amputée de nombreuses plages en raison des exigences de l’Opéra de Paris et des contraintes de certains spectateurs qui devaient prendre leur dernier train de banlieue. Heureusement, les fragments autographes de la version originale ont été conservées ce qui autorise, aujourd’hui, leur exhumation.

Dans les 20 années qui vont suivre, l’opéra connaîtra bien des vicissitudes, débouchant notamment sur une version italienne en 4 actes, version extrêmement frustrante car elle fait l’impasse sur les liens affectifs originels entre Élisabeth et Carlos, et politiques (c’est-à-dire le fond de guerre entre la France et l’Espagne).

Le premier plaisir de la soirée était, avec la (quasi) intégralité de la musique écrite par Verdi, de permettre de se plonger complètement dans les méandres de cette fresque familiale, politique, sociale et religieuse qui a trouvé ses origines dans le drame de Schiller (1787).

Lydia Steier (à qui l’on doit la passionnante et très controversée Salomé parisienne que l’on retrouvera en mai 2024 à Bastille) a fait le choix de déplacer l’intrigue de l’Espagne du XVIe siècle dans un monde imaginaire inspiré des univers communistes et du 1984 de George Orwell. En soi, ce déplacement temporel et dramatique n’a pas lieu d’inquiéter puisque Schiller, lui-même, dans une époque marquée par le bouillonnement des esprits qui va déboucher sur la Révolution Française, n’avait pas hésité à opposer les Lumières du XVIIIe siècle au totalitarisme du règne de Philippe II et de l’inquisition espagnole.

Totalitarisme pour totalitarisme, nous voici donc plongés dans un contexte violent assez proche de celui, futuriste et liberticide, de La Servante écarlate, où l’on pend les opposants et où la représentation du pouvoir s’appuie parfois sur une imagerie très guerre froide à la Blake et Mortimer. Le fait que les protagonistes soient surveillés en permanence, comme dans le film La Vie des autres, est une idée pertinente qui souligne la pression qui pèse sur l’ensemble des personnages, dont le Roi lui-même. Hormis quelques excès peu préjudiciables (notamment durant le ballet) et des anachronismes (le rôle de la religion dans une société qui semble plutôt marquée par l’athéisme), la proposition qui montre aussi de beaux tableaux (la forêt de Fontainebleau, l’évocation de la jeunesse de la Reine à l’acte II) a globalement du sens.

Lydia Steier introduit aussi une autre idée moins heureuse, sur la longueur. Elle imagine que, dès l’acte II, Élisabeth porte un enfant de Philippe qui s’est empressé de l’engrosser. Cela introduit l’idée que le Roi mise, en fait, bien plus sur l’arrivée d’un autre héritier que sur Carlos, et qu’il tient son épouse plus comme une génitrice que comme la femme dont il est amoureux. Le problème, c’est que le dispositif s’étire trop sur la longueur, obligeant Rachel Willis-Sørensen à moult contorsions durant 3 actes. L’idée débouche, néanmoins, sur une fin iconoclaste intéressante que nous nous garderons bien de spoiler.

Une distribution d’exception sans point faible
La caractérisation des personnages et la direction d’acteurs sont, par ailleurs, remarquables, d’autant qu’elles s’appuient sur des acteurs – chanteurs de premier plan qui, malgré des choix parfois audacieux, ne font montre d’aucune faiblesse.

Après sa prise de rôle très réussie à l’Opéra de Munich, Charles Castronovo réussit un nouvel exploit, celui de prendre possession, avec une belle aisance, du rôle original en français.

La prosodie de notre langue ne lui pose aucun problème, l’élocution est claire et il peint, de ses couleurs sombres transcendées par de beaux aigus, un Carlos caractérisé dans toutes ses nuances. Encore rayonnant avant la révélation du mariage entre Philippe et Élisabeth, il emprunte ensuite les attitudes d’un personnage souvent en marge de l’action, d’un être caché, voire traqué. Chant et jeu sont, à tout moment, au diapason dans une incarnation extrêmement juste.

L’on s’interroge toujours sur le fait que Verdi n’ait écrit qu’un solo (qui plus est court, celui de Fontainebleau) pour son rôle-titre et que, dans les duos et scènes, le personnage brille rarement (hormis peut-être dans la scène de l’autodafé, seule scène où Carlos cherche à s’affirmer). Castronovo se fond dans cette pâle identité et chante tout en nuances. Il apporte sa lumière noire et dépressive aux personnages plus lumineux qu’il côtoie et si ce n’est que rarement spectaculaire, cela reste toujours captivant. Il transmet son enthousiasme à l’acte I, son emportement proche de la folie devant Élisabeth à l’acte II, sa combativité lors de la scène de l’autodafé, sa rage après la mort de Posa. Dans la scène finale, sa voix totalement contrôlée qui va en s’effaçant sera au diapason du personnage arrivé au terme de son chemin.

En début de représentation, l’Élisabeth de Rachel Willis-Sørensen, peine un peu à trouver ses marques et l’on surprend un français moins exemplaire que son partenaire. Mais, par la suite, on admire sa présence en scène, l’ampleur de la voix, la richesse du timbre (qui s’appuie cependant plus sur le médium que sur le grave) et des aigus pleins et ouverts, remarquables vecteurs d’une grande émotion. Pour Élisabeth, ce personnage central et tiraillé, la soprano montre une grande variété de talents tant dans ce « Oui » furtif susurré à l’acte I alors qu’elle doit s’engager auprès de Philippe II que dans un émouvant « Ô ma chère compagne, ne pleure pas, ma sœur… ». Dans les duos, le timbre riche se marie aussi bien avec celui de Castronovo (notamment dans le superbe et intense duo « entre le fils et la mère » où elle fait preuve d’autorité face à un Carlos pris de quasi démence) qu’avec ceux d’Ulyanov et de Hubeaux. Enfin, son grand air (« Toi qui sus le néant des grandeurs de ce monde ») est un incomparable sommet dans une soirée qui en compte de nombreux.

Eve-Maud Hubeaux a, il est vrai, la voix un peu claire pour le rôle de la Princesse Éboli, mais cela correspond aussi aux couleurs d’une incarnation de la féminité opposée à celle d’Élisabeth. Elle, possède la liberté insolente de la Princesse très à l’aise à la cour d’Espagne. Les tenues sont sexy, la sexualité est assumée tout comme sa relation avec Philippe et cette Éboli aime mener son monde à la baguette. Hubeaux joue telle une virtuose (y compris, muette, durant le monologue de Philippe II) en associant l’affirmation franche de la femme à cette conception très moderne. Du coup, sa chanson du voile (« Au palais des fées, des rois grenadins…») a un parfum de provocation, son duel avec Posa est d’une rare intensité. Enfin, le « Ô don fatal » dans lequel la voix de l’artiste atteint les limites de ses possibilités, est mené avec urgence et des aigus tranchants, et est porté comme la preuve que la Princesse déchue a encore d’autres combats acharnés à mener.

Après sa très belle incarnation lyonnaise de 2018, Stéphane Degout revient au rôle de Posa, et il y est, de nouveau, fabuleux. Il joue ici d’une ambiguïté parfois pernicieuse qu’il semble puiser dans certains des personnages torturés (tel celui Hamlet) voire retors qu’il a fréquentés par le passé. Jamais avare de couleurs, il affiche son don pour jouer sur plusieurs tableaux notamment dans les scènes intenses, voire violentes, avec le Roi et avec Éboli. Il paraît aussi ambigu qu’insaisissable dans les duos avec Carlos dans lesquels le brillant marquis n’est pas loin de prendre l’ascendance sur le fils du Roi et le moment de la mort est marqué d’une très belle émotion.

Dmitry Ulyanov incarne parfaitement le personnage brutal que lui a concocté Lydia Steier, un dictateur qui exhibe ses médailles et fait preuve de rudesse, voire de violence, avec tous les êtres qu’il côtoie. Avec de réguliers accents heurtés, la voix est au diapason de cette conception très agressive du personnage. Mais, il sait aussi montrer la faiblesse du Roi dans les confidences qu’ils partagent avec Rodrigue (« Le Roi n’a rien entendu mais garde-toi de mon inquisiteur »). Cependant cette option n’est pas sans conséquence dans son grand air (« Elle ne m’aime pas ! Non !…) qui perd toute mélancolie et manque alors d’émotion même si cela s’accorde avec l’idée d’un Roi, plus soucieux de soumettre sa femme que de gagner son amour.

Liang Li, en Grand Inquisiteur, lui donne une réplique à la fois tranchée et à égalité d’autorité dans ce « match » où chacun cherche à jouer de son rapport de forces. La voix, dissemblable de celle du Roi est, malgré tout, suffisamment puissante pour que l’on perçoive le choc de deux pouvoirs et de leur incarnation.

Les seconds rôles féminins (le Thibault déluré d’Ena Pongnac et la voix céleste de Giulia Bolcato) sont savoureux. Le Comte de Lerme de Julien Henric et les députés flamands (Raphaël Hardmeyer, Benjamin Molonfalean, Joé Bertili, Edwin Kaye, Marc Mazuir, Timothée Varon) ne ratent pas leur moment. Quant au moine de William Meinert, il est, malgré une belle présence, insuffisamment impressionnant vocalement. Le chœur, très sollicité dans les quelques scènes de foule, est globalement convaincant. On lui reprochera juste, parfois, un manque de clarté dans l’élocution.

La direction de Marc Minkowski s’avère inégale. Elle ne manque souvent pas de tension dans les scènes intimistes (notamment dans les duos) et dans certaines autres à l’atmosphère légère. En revanche, dans les scènes les plus spectaculaires, elle ne parvient que rarement à se hisser à la hauteur de l’imposante magnificence et des excès du Grand opéra voulu par Verdi. Les percussions et les cuivres sont souvent insuffisamment mises en avant, entraînant souvent un manque de dynamique voire de souffle.

L’ambition de l’Opéra de Genève, avec cette version française de Don Carlos, était grande, voire démesurée. Et, pourtant, le pari s’est soldé par une éclatante réussite et le sentiment d’avoir traversé un long moment fascinant et rare. Qu’il ne soit pas si fréquent d’entendre le chef d’œuvre de Verdi dans son intégralité et sa langue d’origine, et avec une telle distribution, devrait inciter ceux qui le peuvent à se plonger dans cet univers impitoyable lors d’une des prochaines représentations.

DON CARLOS selon Lydia Steier au Grand Théâtre

Vincent Borel – Dayfr.com – 20 septembre 2023

source: https://news.dayfr.com/health/2533068.html

 

Début de saison luxueux à Genève sur le thème de Jeux de pouvoir. Quelle meilleure introduction que Don Carlos donnée dans sa rare version française en cinq actes (1867) ? Lydia Steier le transpose dans un régime totalitaire, faisant référence, dans le programme de la salle, à la Stasi de La vie des autres (film de Donnersmarck, 2006) et La mort de Staline (Armando Ianucci 2017).

Un palais glacé de bois et de granit évoque l’Escurial et Mussolini. Installé sur une platine vinyle, ses interstices abritent le matériel d’écoute généralisé. Les grands d’Espagne sont les favoris du régime et le peuple n’est que des haillons. Celui qui complote finira pendu, décors macabres bien utiles pour un autodafé. Lydia Steier, connue pour déborder d’idées, restera néanmoins en retrait de ses intentions, d’autant que les moines encagoulés au milieu d’un tribunal communiste sont peu crédibles.

Les relations entre Philippe II et Posa, celles de Carlos et de son ami sont peu explorées et une certaine confusion domine la première partie. En revanche, le second, centré sur Philippe, Eboli et la Reine, est plus approfondi, le réalisateur étant à l’aise dans les ressorts de l’intime. Mais pourquoi nous infliger la grossesse d’Elisabeth et réduire là le magnifique personnage d’Eboli à un mensonge de Mata Hari ? Coincée entre l’artificialité de ses intentions et l’irréductibilité du livret, la proposition reste fragile, impuissante à incarner des scènes de foule autres que conventionnelles.

Après Les Huguenots et La juive, Marc Minkowski est de retour à Genève pour explorer les arcanes du grand opéra français, avec son ballet obligatoire et ses fresques historiques. Cette fois, on a encore un peu faim. Le siège et l’architecture manquent à l’orientation trop linéaire. Certes, les vents sont parfaits avec les dentelles et les gravures, mais on espérait plus de lyrisme, pour ne pas dire de pathétique, pour colorer le monument verdien.

Heureusement, l’émotion était au rendez-vous parmi les interprètes, notamment l’Américaine Rachel Willis Sörensen, la poignante Elisabeth de Valois. La rondeur du tampon permet des variations infinies de couleurs (splendide « Toi qui sur le néant »). Actrice à la bienveillance naturelle, sa blondeur illumine les ténèbres des Habsbourg. Avec Charles Castronovo, elle livre un ultime duo qui couronne la soirée. Le ténor américain campe un Don Carlos inquiet dont le ton devient dur dans ce rôle d’âme écorchée, si Werther dans l’âme.

Le Rodrigue de Stéphane Degout est superlatif. Sa diction impeccable ne détourne jamais le regard vers les surtitres, contrairement à ses partenaires. Sa réserve naturelle et sa noblesse offrent une agonie mémorable. Quant à Eboli d’Eve-Maud Hubeaux, si l’on était interloqué par son air d’ouverture, “Au palais des fées”, là où la voix large cherchait ses marques, elle concédait un « Don Fatal » d’une intensité farouche.

Au rayon basse, les timbres sont là. Un habitué de Genève, Dmitry Ulyanov (PhotoPhilippe II) a déjà incarné le beau-père de Dame Macbeth de Mtensk le général Koutouzov Guerre et Paix le cardinal en La juive. Son « Elle ne m’aime pas », médiation schopenhauerienne sur le pouvoir, convainc malgré son manque de souplesse. Le bel instrument de Liang Li reste en dessous de ce qu’il nous avait proposé, à Lyon l’année dernière, avec son Landgrave en Tannhäuser. Le duel entre les deux gouffres n’a donc pas réellement lieu.

LE comprimé sont de bonne réputation, qu’il s’agisse du Duc de Lerma de Julien Henric, du Page d’Ena Pongrac, ou encore du Moine de William Meinert, possible candidat au titre de Grand Inquisiteur. Quant au ballet bachique de l’acte III, avec sa flamboyance de couleurs et de formes, il s’avère une parenthèse visuelle bienvenue au cœur de cette actualisation un peu morose.

The Tragedy of Power: DON CARLOS at the Grand Théâtre

?? - OperaTraveller.com – 20 septembre 2023

source: https://operatraveller.com/2023/09/18/the-tragedy-of-power-don-carlos-at-the-gr…

 

To open its 2023 – 24 season, the Grand Théâtre de Genève has gone big, giving us the five-act version of Don Carlos, en français, including ballets.  This new production was confided to Lydia Steier, a director who has worked extensively in Germany, a cast made up of both Francophone singers and non-Francophone singers with a positive track record in singing in the langue de Molière, all placed under the musical direction of that experienced conductor of French music, Marc Minkowski.

Steier sets her staging in what appears to be communist East Berlin.  The costumes, by Ursula Kudrna, are redolent of the 1970s, with Stéphane Degout’s Posa wearing a fetching tartan suit and riding boots.  The revolving set, by Momme Hinrichs, allows us to perceive shadowy figures behind the walls listening in, or groups of monks parading around with headphones on their heads.  The East Berlin setting makes for an intriguing framework for an opera that focuses on the tension between individual freedom and the dominance of an all-powerful structure, in the case of Don Carlos the church and crown.  At moments, Steier had extras open up windows at the top of the set, as if to say ‘look at us, we’re listening in!’.  This idea worked well in the Act 2 Posa/Philippe confrontation, where a clearly rattled Philippe took Posa to the exterior of the set, as if to find a place where they wouldn’t be heard.  At other points, it felt heavy-handed, in that it felt that Steier was unwilling to trust the attention span of the audience.  Similarly, I found it hard to reconcile the idea of a clerical dictatorship in atheist East Germany, and instead wondered why Steier chose not to set the action in Franco-era Spain, which struck me as a much more potent comparison with the original.

It must be admitted that Steier’s staging does contain some significant insight, not least in the individual performances of the principals – more on this below.  Her direction of the chorus was rather inconsistent, however.  The veil song was staged as a weigh-in session for the Queen’s attendants led by Eboli, with the choristers dancing in formation – complete with jazz hands.  The opening chorus of Act 1, had the chorus members simply parked on stage; while in the Auto-da-fé, the chorus was lined up facing the wings, depriving us of the full impact of their singing, and not helped by the fact that the revolving set had been positioned for that moment with a pillar right in the centre of the stage, occluding the view.  Indeed, I found the principals to not always be ideally placed acoustically on the set: Eboli sang her veil song from the back of the stage, and the principals would often be asked to sing to the wings.  That said, I did find it an extremely compelling evening, just that there were some dramaturgical inconsistencies and less that optimal placing of the singers, both principals and chorus, on stage.

Even though this is one of the grandest of grands opéras, the focus on the personal and strong character development in Steier’s staging, found a match in Minkowski’s conducting.  His was a reading that brought out the light and shade in the score, supporting his singers and allowing them to genuinely pull back the tone.  This was especially noticeable in Act 1, where Charles Castronovo’s Carlos was able to sing his ‘Je l’ai vue’ with rapt poetry.  Minkowski also founded his reading on a solid rhythmic framework, where attack was unanimous and kept the action moving along, despite the evening being performed with only a single intermission just before the Auto-da-Fé.  There were, however, moments where tension did dip as he pulled back on the tempo – notably in the Carlos/Élisabeth duet in Act 2.  Minkowski also obtained superb playing from the Orchestre de la Suisse Romande, strings played with minimal vibrato and a few isolated brass slips were understandable given the length of the evening.  The chorus, prepared by Alan Woodbridge, sang with impeccable tuning, and some wonderfully resonant basses and deliciously tart mezzos.

Fewer than two months after seeing Castronovo sing the role in Italian in Munich, it was a pleasure to hear him sing the role in French here.  Castronovo has long been a classy singer of the French repertoire and his Carlos was no exception.  Over the intervening month and a half, Castronovo has clearly worked the role even more fully into the voice, using his exceptionally handsome tenor to shade the tone with delicacy and fill the words with meaning.  Despite the long evening and additional music, Castronovo sounded utterly fresh from beginning to end, rising to a rousing account of the final duet with Rachel Willis-Sørensen’s Élisabeth.  Through his vocalism and physicality, Castronovo’s Carlos was very much a lost soul, a dreamer fixated on what could, indeed should, have been.

Willis-Sørensen had clearly worked extremely hard on the text for Élisabeth, the words nicely forward and clear, although there was a slight Anglophone perfume in her rather recessed ‘L’s.  Her silvery soprano was a positive presence in the ensembles, and throughout, she phrased her music with dignity and feeling.  It’s been a few years since I’ve had the pleasure of hearing Willis-Sørensen live and I did wonder if she was suffering from an unannounced indisposition.  While the bottom of the voice was full and generous, I found the top to be rather metallic and shallow, the highest reaches not spinning, whereas previously I have found her to bloom gloriously on top.  At lower dynamics I also found Willis-Sørensen’s tone to become somewhat brittle.  During Acts 2 to 4, Steier had Willis-Sørensen playing Élisabeth as pregnant, which made her line ‘Pour moi, ma tâche est faite, et mon jour est fini’, as she pushed a baby stroller in ‘Toi qui sus le néant’, even more poignant.

Degout brought a lieder singer’s focus and intensity to the role of Posa.  His vocalism was fearless, singing with long, expansive phrases and firm tone throughout.  The voice is so healthy and the text always so clear, words full of meaning.  Degout’s ‘C’est mon jour, mon jour suprême’ was unbearably moving, filled with seemingly endless lines, masculine tone, the voice defying gravity as it soared to the top.  Ève-Maud Hubeaux brought her silky, burgundy-toned mezzo to the role of Eboli.  She was unafraid to exploit a generous chestiness which she used with abandon.  I’m not quite convinced Hubeaux has the ultimate degree of agility for the veil song, but she emerged from it with her dignity intact.  She’s an energetic actress, appearing at the back of the stage in her brassière in the king’s chambers, making Eboli’s affair with Philippe clear.  In her ‘Ô don fatal’, Hubeaux went for it.  She sustained the slow section most impressively, particularly given she had to sing it lying on her back.  The big finish saw Hubeaux pouring out streams of big, radiant, soaring tone.  It was exhilarating.

Graduating from the Inquistore in Munich, Dmitry Ulyanov made Philippe an even more complex and contradictory character than we often see.  He was clearly broken in ‘Elle ne m’aime pas’, the realization that power was in no way a compensation for a lack of human contact utterly palpable.  His French was very good, clearly living the words.  Ulyanov’s confrontation with Li Liang’s Grand Inquisiteur, wasn’t just about two massive voices yelling at each other, but much more subtle than that.  The light and shade they found in their interaction took us on a journey, so that when Philippe physically manhandled and threw the Inquisiteur out of his wheelchair, the loss of control was shocking, with Philippe doomed to forever be unable to break out of a system that he perpetuates.  Li boomed imposingly, the words forward.  The remaining roles reflected the excellent quality of the house.  Julien Henric brought a bright and focused lyric tenor to the role of the Comte de Lerme.  Ena Pongrac sang Thibault in an attractive mezzo and an energetic stage presence, while William Meinert gave us an impressively firm column of sound as the Moine.  Giulia Bolcato sang the Voix céleste with appropriately crystalline tone and elegant melismas.

It was a genuine treat to her a Don Carlos, en français, where the text was so clear rendering the bilingual surtitles superfluous, and in such a complete edition.  Steier has given us a character-led staging that shows a group of people lost in a world where happiness is impossible, yet unable to break out of a system that they each have a role in perpetuating.  Yes, there were some aspects of her staging that I found heavy-handed, and the acoustic placement of the principals and chorus on set could have been more impactful.  This was an evening that was musically at the highest level, that gave us compelling insights into the world in which these characters live.  Above all it reminded me of how much this work benefits from being heard in French – especially with a cast such as this where the text was so clear.  The audience rewarded the performance with generous applause.

Un DON CARLOS sur écoute

Juliette De Banes Gardonne – Le Temps - 19 septembre 2023

source: https://www.letemps.ch/culture/musiques/a-geneve-un-don-carlos-sur-ecoute

 

Le Grand Théâtre de Genève ouvre sa saison avec l’opéra de Verdi dans sa version française. Un spectacle inaugural saisissant

Un gigantesque cube tournant. En un quart de tour, voici qu’on passe de la forêt de Fontainebleau sous la neige au cloître de San Yuste, en Estrémadure. Dans ce monastère aux colonnes de marbre gris, la cour d’Espagne a des airs de dictature stalinienne. Philippe II, cheveux gominés et veste militaire, prend la pose. A ses côtés, sa jeune femme Elisabeth, robe noire et ventre bien arrondi, porte implicitement le deuil de son amour impossible. Promise à l’infant Carlos, elle a finalement été cédée à son père, Philippe II, pour accélérer la paix entre la France et l’Espagne.

Tiré de la pièce de Schiller, l’opéra Don Carlos de Verdi s’éloigne volontairement de la vérité historique, pour mettre en scène des passions exacerbées à travers les idéaux politiques du XIXesiècle. Ici, la triangulation amoureuse s’imbrique dans les aspirations à la liberté du marquis de Posa et de Don Carlos, contrariées par la rigidité du pouvoir de l’Eglise. La metteuse en scène Lydia Steier propose une lecture aussi habile que passionnante de ce drame politico-amoureux.

Au niveau scénographique d’abord, une distinction significative semble s’opérer entre le marbre et le bois. Pierre calcaire imperméable, le marbre métaphorise les propriétés d’un pouvoir autoritaire et rigide. «J’ai supplié dans mon délire un marbre insensible et glacé», chante don Carlos à Elisabeth dans le duo de l’acte II. A partir de cette phrase, l’image est donnée. Dans la froideur de ce marbre poli, chacun s’observe. Et la surveillance érige le principe du pouvoir, paraît nous murmurer Lydia Steier. Derrière les murs, l’Inquisition, à l’image de la Stasi est-allemande, écoute et note les moindres faits et gestes, rappelant au passage le film allemand La Vie des autres (2006), de Florian Henckel von Donnersmarck. L’envers de la forteresse, une grande palissade de bois, offrira l’espace nécessaire à la sincérité asphyxiée des personnages.

A plusieurs reprises, la metteuse en scène n’hésite pas à provoquer la disruption entre le texte et l’image comme à l’acte II lorsque le choeur chante «ce jour heureux est plein d’allégresse» pour accompagner une exécution publique. Des corps qui pendouillent au même niveau que le lustre, une vision macabre et saisissante. C’est bien par la terreur qu’on cherche à mater les rébellions. Car l’aspiration à la liberté, n’est pas loin, elle arrive tout droit du nord de l’Europe. La Flandre et ses idées protestantes – portées ici par ces personnages en costume à carreaux – tente de fragiliser Philippe II.

Loin d’être anecdotique, la représentation d’Elisabeth enceinte est une trace visible de l’appropriation du corps des femmes par le pouvoir masculin. Une violence insidieuse par laquelle la reine n’échappe pas à sa fonction de génitrice. L’arrivée du grand inquisiteur en chaise roulante, figure aussi parmi les trouvailles excellentes de cette mise en scène. Look de gourou en soutane blanche et barbichette, ce personnage censé incarner l’autorité suprême, apparaît dans cette immobilité forcée, si fragile qu’il semble presque un oxymore.

Aussi fine et brillante soit-elle, la mise en scène n’échappe malheureusement pas aux longueurs de cette première version de la création française de Don Carlos (1867). Les pérégrinations philologiques de la partition racontent en pointillé les creux d’une oeuvre formatée par les contraintes du grand opéra à la française – cinq actes et un ballet. Constamment élaguée, la partition compte aujourd’hui cinq manuscrits originaux qui rendent difficile le consensus serein sur la version à utiliser…

De brillantes performances
Sur le plateau, la distribution conjugue les superlatifs. Charles Castronovo sous ses airs d’Al Pacino, fait de l’infant Carlos un héros éperdu qui capte durablement l’attention. Le raffinement de ses nuances et les éclats poignants de sa révolte après la mort de son ami Posa nourrissent le personnage en profondeur. Stéphane Degout en Posa nous ravit par l’élégance de son phrasé et des multiples nuances dont il parsème sa ligne de chant. Dmitry Ulyanov aux graves capiteux campe à merveille Philippe II, vieux tyran tourmenté. Dommage que son français soit souvent approximatif. Rachel Willis Sorensen fait une excellente Elisabeth. Son Toi qui sus le néant dans lequel elle varie avec goût les coloris est une grande réussite. Enfin la mezzo-soprano Eve-Maud Hubeaux, en princesse Eboli crève la scène de sa présence pétulante et de sa voix de feu. Aussi à l’aise dans son air des voiles que dans celui plus dramatique et si attendu O Don fatal, la jeune chanteuse démontre des moyens vocaux spectaculaires.

Seul bémol de la soirée, la direction de Marc Minkowski. Gestique insignifiante au mieux, hystérique par moments, le chef ne dépasse à aucun moment la vision anecdotique de l’oeuvre. Sans le moindre élan, sa priorité semble de conserver une battue souvent incompréhensible, qui met le choeur du Grand Théâtre – excellent au demeurant – en difficulté lors des redoutables scènes d’ensemble. L’Orchestre de la Suisse romande, réussit en grande partie à se débrouiller sans son chef, une belle métaphore pour une oeuvre qui parle aussi profondément des rouages du pouvoir.

Les murs ont des oreilles

Claudio Poloni – Concertonet.com – 19 septembre 2023

source: http://www.concertonet.com/scripts/review.php?ID_review=15857

 

Attention, événement : le Grand Théâtre de Genève vient d’ouvrir sa saison 2023/2024 avec la version française de Don Carlos de Giuseppe Verdi, une version qui reste une rareté sur les scènes lyriques. Musicalement et surtout vocalement, le spectacle est une réussite, à marquer d’une pierre blanche, seule la mise en scène appelant quelques bémols. La genèse de Don Carlos est complexe et passionnante, longue aussi, au point d’avoir occupé le compositeur pendant plus de 20 ans. C’est en 1865 que Verdi et l’Opéra de Paris se mettent d’accord pour la composition de l’œuvre, basée sur le drame éponyme de Schiller. Deux ans plus tard, la première a lieu dans la capitale française. En 1884 est créée à Milan une version italienne en quatre actes. A l’époque, on avait déjà oublié qu’il s’agissait à l’origine d’un opéra en français. En 1886, Verdi publie une seconde version en italien (dite version de Modène), qui réintroduit l’acte de Fontainebleau, sans lequel l’ouvrage paraît bancal.

A Genève, à la tête de l’Orchestre de la Suisse Romande, Marc Minkowski a dirigé la version originale parisienne, intégralement ou presque. La seule exception qu’a faite le chef a été le recours à la version milanaise pour le duo Philippe II – Posa, lequel lui paraissait plus tendu et plus direct. Les cinq mouvements du ballet ont été joués quasiment dans leur intégralité, mais en deux blocs distincts. Le premier bloc (2 mouvements) a été donné durant le premier tableau de l’acte III, juste avant l’entracte. La seconde partie du spectacle a débuté avec la scène de l’autodafé, immédiatement suivie par les trois derniers mouvements du ballet, ce qui permet accessoirement un important changement de décor. L’unique coupure a été opérée dans le « Lamento » de Philippe II de la fin de l’acte IV, où, comme l’avait d’ailleurs fait Verdi à Paris, la page - qui sera par la suite reprise dans le Requiem (« Lacrimosa ») - a été supprimée. S’il reconnaît que le passage est superbe, Marc Minkowski estime néanmoins la coupure salutaire, étant donné la longueur de l’œuvre. Dommage tout de même, car 10 minutes de plus ou de moins n’auraient pas changé grand-chose à la durée de la représentation (un peu plus de 4 heures de musique), mais auraient permis d’entendre une page musicale magnifique. Cela étant, Marc Minkowski a livré une interprétation fluide et extrêmement raffinée, d’une grande richesse de couleurs et d’une incroyable densité sonore, mais qui a semblé un peu uniforme, manquant de contrastes. On mentionnera aussi la superbe prestation du chœur, particulièrement sollicité et confondant de précision.

Pour ce spectacle d’ouverture de saison, le Grand Théâtre de Genève est parvenu à réunir un plateau vocal homogène et de haut vol. Eve-Maud Hubeaux a incarné une Eboli au tempérament volcanique et aux vocalises impressionnantes, poignante d’intensité dans le «Oh Don fatal ». En Posa, Stéphane Degout a livré une véritable leçon de style, avec un « legato » exemplaire et un chant d’un extrême raffinement, capable de toutes les nuances. Charles Castronovo a été, quant à lui, un Carlos idéal, ardent et passionné scéniquement, élégant et délicat vocalement. En Elisabeth, Rachel Willis Sørensen a semblé quelque peu sur la réserve en début de soirée, avant de laisser se déployer sa voix ample et majestueuse, malgré quelques tensions dans l’extrême aigu. S’il a les graves sonores de Philippe II, Dmitry Ulyanov n’a pas pu cacher une émission rocailleuse et son grand monologue a manqué d’émotion. Liang Li a campé un Inquisiteur particulièrement menaçant, aux graves abyssaux. Exception faite des deux basses, il faut relever la diction française impeccable de tous les solistes.

La metteur en scène Lydia Steier a transposé la cour de Philippe II d’Espagne du XVIe siècle dans un univers gris, austère et pesant, évoquant l’URSS de Staline ou l’ancienne Allemagne de l’Est. Les faits et gestes de chacun sont scrupuleusement épiés et surveillés par une nuée d’espions et d’informateurs portant un casque sur les oreilles et enregistrant la moindre parole. On se croirait transporté dans le film La Vie des autres. Le souverain, qui semble incarner le pouvoir absolu et croit tout contrôler, apparaît en fin de compte comme une simple marionnette, dont les ficelles sont tirées par un pouvoir encore bien plus puissant. La scène de bal du premier tableau de l’acte III crée un contraste saisissant avec le reste du spectacle : elle a des allures d’orgie car c’est le seul moment où les personnages cessent de se sentir surveillés et parviennent à se lâcher complètement. Malheureusement, Lydia Steier use et abuse du thème de la surveillance, ce qui finit par devenir lassant. Et ridicule parfois, comme lorsque des moines encapuchés, concentrés dans leur lecture se mettent à trembler de stupeur lorsqu’ils entendent, à l’acte II, Don Carlos révéler à Rodrigue qu’il est amoureux de la Reine, la femme de son père. Il faut néanmoins reconnaître à la metteur en scène américaine le talent d’avoir finement caractérisé chaque personnage, avec une direction d’acteurs très fouillée.

Un DON CARLOS visuellement affligeant

Paul-André Demierre – Crescendo-Magazine.be – 18 septembre 2023

source: https://www.crescendo-magazine.be/a-geneve-un-don-carlos-visuellement-affligean…

 

‘Jeux de pouvoir’, tel est le titre que comporte la saison 2023-2024 du Grand-Théâtre de Genève. Et le spectacle d’ouverture en est le Don Carlos de Giuseppe Verdi dans la version originale française en cinq actes, créée à l’Opéra de Paris, Salle Le Peletier le 11 mars 1867 mais ne remportant qu’un succès d’estime.

D’un cycle « grand opéra » entrepris il y a deux ans avec Les Huguenots de Meyerbeer suivi de La Juive d’Halévy, Don Carlos est le troisième volet. Marc Minkowski qui les a dirigés se jette à corps perdu dans cet ouvrage complexe en utilisant la partition avec laquelle Verdi a commencé les répétitions en 1867. Mais il laisse de côté une large part du Ballet de la Reine, La Peregrina, ainsi que le lamento de Philippe II « Qui me rendra ce mort » et utilise pour l’acte II une version ultérieure de la scène en duo entre le monarque et Rodrigue, Marquis de Posa. A la tête de l’Orchestre de la Suisse Romande et du Chœur élargi du Grand-Théâtre de Genève (préparé remarquablement par Alan Woodbridge), il transpire sang et eau afin de créer une tension dramatique tout au long de cette vasque fresque. Mais le soir de la première, sa lecture manque d’un galbe sonore accentuant les contrastes et semble quelque peu brouillonne.

Quelle force d’expression possède le livret français élaboré par Joseph Méry et Camille Du Locle par rapport au remaniement italien d’Angelo Zanardini édulcorant la virulence des scènes opposant Philippe II à Rodrigue et au Grand Inquisiteur !

Et c’est sur ce texte, projeté à l’avant scène et sur les parois latérales, que se concentre le spectateur du Grand-Théâtre, tant la mise en scène de Lydia Steier est pitoyable. En ses grandes lignes, Don Carlos évoque la France décimée par la guerre et l’Espagne sinistre du milieu du XVIe siècle, alors qu’ici, nous sommes confrontés à une entrée de palais désaffecté que la populace envahit pour assister à la pendaison d’un pauvre diable portant autour du cou le mot « traître » sur une plaquette. Spectateur, oublie le fait qu’en la forêt de Fontainebleau, les bûcherons prient pour que les hostilités avec l’Espagne prennent fin… Car, dans le programme, la régisseur (régisseuse ?), flanquée de son scénographe et vidéaste Momme Hinrichs et de sa costumière Ursula Kudrna, nous explique que, à eux trois, ils ont essayé de trouver des temps et des lieux comportant une esthétique forte, soit l’URSS vers la fin de Staline et l’Allemagne de l’Est. Donc foin d’un roi et de son inquisiteur, contente-toi du petit père des peuples et de Lénine placardés sur les murs !

Que de pendaisons dans cette relecture, idée fixe qui hante Lydia Steier, au point d’accrocher une série de pauvres bougres au gigantesque lustre surplombant le plateau du pseudo-autodafé, ou même de passer la corde au cou de la Reine et de l’Infant au tableau final ! Et le souverain en vient à caresser ce bébé en celluloïd auquel a donné naissance sa malheureuse épouse en dansant la tyrolienne dans des accoutrements grotesques (atroce complet-veston gris avec gilet, énorme robe à panier noire la rapprochant de la méchante Reine de cœur dans Alice au pays des merveilles selon Walt Disney). Dans le bordel en tons fluo qui remplace le bal costumé du troisième acte, Eboli se métamorphose en Chevalier d’Eon, tandis que Posa, en complet à carreaux « scottish style », semble s’y être égaré comme un Philéas Fogg entraînant à sa suite les émissaires flamands qui s’habillent chez le même tailleur. Dans la prison où est enfermé Carlos, le cœur de Rodrigue se soulève de dégoût face à cette geôle où la tête du grabat jouxte la cuvette des WC… Sordide, quand tu nous tiens ! Et, finalement, de ce fatras, ressortent à peu près indemnes l’Inquisiteur cacochyme en chaise roulante et l’Infant, fringant de jeunesse en chemise à col ouvert et complet satiné.

Et c’est effectivement vers lui que se porte l’intérêt, car le ténor newyorkais Charles Castronovo réussit à lui conférer la dimension de véritable protagoniste de l’ouvrage par l’élégance du phrasé qui lui permet les contrastes d’expression en un timbre corsé qui va de pair avec l’incarnation pathétique. Face à lui, Rachel Willis Sorensen est une Elisabeth de Valois qui peine à trouver ses marques dans une émission trop tendue qui rigidifie la ligne de chant jusqu’au début du troisième acte où finissent par affleurer les grands moyens d’un lirico spinto dans les adieux à sa dame d’honneur puis dans sa scène du dernier tableau « Toi qui sus le néant des grandeurs de ce monde ». Par son imposante stature, Dmitry Ulyanov campe un Philippe II faisant illusion, théâtralement parlant, à défaut d’en avoir la grandeur musicale. En cinquante ans de fréquentation des théâtres lyriques, ayant eu la chance d’avoir vu en scène les mémorables incarnations d’un Boris Christoff, d’un Nicolai Ghiaurov, je n’ai jamais entendu une basse interpréter aussi mal le sublime monologue « Elle ne m’aime pas ! », piétinant la ligne vocale et annihilant totalement l’intime désarroi d’un monarque désabusé. La Princesse Eboli d’Eve-Maud Hubeaux est encore un peu verte pour les mélismes de la Chanson du voile à l’intonation erratique et le redoutable « Ô don fatal et détesté » où elle se mue en virago glapissante. Stéphane Degout produit une impression similaire avec un Rodrigue au timbre rêche que la maturité assouplira en lui prêtant une patine plus onctueuse ; mais l’intrépidité du personnage égale sa grandeur d’âme. La basse chinoise Liang Li campe un Inquisiteur cadavérique qui se veut menaçant, même s’il ne possède pas l’extrême grave de la tessiture. Par contre, William Meinert a l’autorité du Moine ressuscitant le spectre de Charles-Quint, Julien Henric, la dignité du Comte de Lerme. Ena Pongrac est un Page qui s’empêtre dans ses premières répliques atrocement acides, Giulia Bolcato, une voix céleste mal assurée. Par contre le groupuscule des Députés flamands est bien défendu par Raphaël Hardmeyer, Benjamin Molonfalean, Joé Bertili, Edwin Kaye, Marc Mazuir et Timothée Varon.

Au sortir du théâtre, en ne songeant qu’à la musique, l’on ne peut qu’avoir une admiration sans borne pour ce chef-d’œuvre si innovateur dans sa conception d’origine !

Grand Théâtre – DON CARLOS de Verdi

Emmanuel Andrieu – ClassiqueNews.com – 18 septembre 2023

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Après Paris et Lyon, Anvers et Bâle, ces cinq dernières années, c’est au tour du Grand-Théâtre de Genève de (re)mettre à l’honneur Don Carlos de Giuseppe Verdi dans sa version originale française en cinq actes (ballet inclus)… et avec un éclatant succès pour ce qui concerne le chant et la musique ! Ce sont ainsi près de quatre heures de musique qui sont données ici à entendre, soit la quasi intégralité de la partition, telle que même le public parisien à la création de l’ouvrage en 1867 n’a pas pu la découvrir… De fait, ce sont au moins cinq ou six morceaux sacrifiés lors de la première parisienne qui ont été retenus dans la cité de Calvin, depuis le chœur des bûcherons introductif de l’acte de Fontainebleau, jusqu’à de nombreux passages si essentiels, éclairant les rapports complexes entre les différents protagonistes du drame, tel le duo entre Eboli et Elisabeth à l’acte IV.

Et pour commencer, on pouvait faire confiance à Marc Minkowski de porter haut cette partition, après avoir dirigé in loco les deux autres titres-phares du Grand Opéra français que sont Les Huguenots de Meyerbeer et La Juive de Halévy, avec le succès que l’on sait. Placé à nouveau à la tête de l’Orchestre de la Suisse Romande, le chef français n’a pas de mal à restituer à l’ouvrage verdien sa puissance et sa grandeur, en respectant le phrasé orchestral d’une partition particulièrement complexe, où se côtoient des esthétiques parfois opposées.  

Côté chant, le ténor américain Charles Castronovo campe un Don Carlos de haute lignée, avec une excellente diction de notre idiome. Sa projection vocale est suffisamment impressionnante pour rendre parfaitement justice aux explosions de rage contre son père, de même qu’il sait alléger son émission pour rendre plus que crédible ses effusions amoureuses envers Elisabeth. Sa compatriote Rachel Willis-Sorensen ne lui cède en rien ; s’exprimant elle-aussi dans un français parfait, elle dresse un portrait tout en nuances de son personnage, avec son timbre aussi charmeur que rayonnant, et une voix dont la richesse des accents amplifie la portée tragique de chacune de ses répliques. Mais sans chauvinisme aucun, avouons que ce sont les deux francophones “de service” –  Stéphane Degout en Posa et Eve-Maud Hubeaux en Eboli (déjà présents dans le même ouvrage à Lyon) – qui marquent le plus les esprits. Le premier subjugue dans un rôle dont il possède toutes les qualités, et notamment une incroyable noblesse de phrasé et des trésors de demi-teintes, tandis que la seconde – si elle ne possède pas un chant aussi éruptif que certaines de ses devancières – n’en traduit pas moins le tempérament à la fois fougueux et déchiré de la princesse dans le fameux air “Ô don fatal, je te maudis”, après une Chanson du voile de superbe eau. De son côté, la basse russe Dmitry Ulyanov (déjà Brogni dans La Juive précitée) campe un Philippe II au chant scrupuleusement surveillé, qui n’a pas de mal à émouvoir dans son grand air « Elle ne m’aime pas… »., tandis que l’autre basse de la production, le chinois Liang Li, impressionne par la projection de son Grand Inquisiteur, à l’instar du Moine de William Meinert, au registre grave abyssal. Les comprimari sont sans reproche, avec une mention pour le très prometteur ténor français Julien Henric (Comte de Lerme).

Quant à la mise en scène de la sulfureuse Lydia Steier (qui a défrayé la chronique l’an passé avec sa Salomé parisienne), elle paraît bien morne et pâle par rapport à ce que l’on pouvait en attendre, en se contentant de transposer l’action dans quelque régime de type stalinien hyper-surveillé, certaines images renvoyant directement au succès cinématographique qu’avait constitué “La Vie des autres” (2006), auquel elle emprunte la police secrète (certains de ses membres sont ici déguisés en moine) chargée de surveiller les moindres propos et gestes de tous les protagonistes (Philippe II est lui-même surveillé par la propre milice du Grand Inquisiteur…). L’autodafé du III se résume à une série de pendaisons, après que la soirée ait débutée par celle d’un paysan rebelle – et qu’elle finira sur l’image de celle de Don Carlo et d’Elisabeth. Le ballet, qui intervient également au III, se mue en bal masqué tournant vite en scène d’orgie, finalement brutalement réprimée. Lydia Steier peine à convaincre, car son approche grand-guignolesque passe à côté des enjeux tant du livret que des règles du Grand-Opéra…

Le règne absolu de DON CARLOS au Grand Théâtre

Hugues Rameau-Crays - Classique-c-cool.com – 19 septembre 2023

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Le mélomane, la tête encore en vacances, aurait bien tort de rater la rentrée du Grand Théâtre de Genève car le spectacle proposé est royal. Don Carlos de Verdi en version originale monte sur le trône bien décidé à marquer les esprits. Explications… 

Est-ce parce qu’il a annoncé son départ pour le Deutsche Oper Berlin ? Aviel Cahn a gâté le public du Grand Théâtre de Genève avec un très grand spectacle en ouverture de saison. Ce 15 septembre 2023, le directeur de l’Opéra suisse a réuni une exceptionnelle distribution pour servir la version intégrale du Don Carlos de Verdi avec une production de la metteuse en scène Lydia Steier et sous la direction musicale de Marc Minkowski. Une gageure pour le chef qui poursuit un cycle de Grand Opéra Français entamé il y a quelques saisons avec Les Huguenots de Meyeerber puis La Juive d’Halévy. Plusieurs tentatives de restitution ont été tentées sans toujours parvenir à convaincre, la longueur de l’œuvre ayant toujours posé problème.

Verdi, compositeur français redécouvert à Genève
Invité à composer pour l’Opéra de Paris, Verdi après Les Vêpres siciliennes propose Don Carlos, une grande fresque politique en cinq actes avec amours contrariées et, comme l’exigent les convenances du genre à la mode à cette époque, un ballet. Comme rien n’est jamais simple en France, avant même les répétitions, notre maestro est obligé de faire des coupes, son opéra étant jugé trop long. C’est bien contrarié que Verdi retournera sur ses terres avec sous le bras, une partition qui sera adaptée ensuite pour le public italien. Exit le ballet, le premier acte et quelques scènes, le Don Carlo tel que nous le voyons la plupart du temps sur les scènes internationales est joué dans une des versions tronquées et traduites (il en existe cinq moutures). La redécouverte de la version primitive en français, et surtout en cinq actes, a permis de clarifier l’intrigue avec une histoire d’amour enfin compréhensible.

Avoir une matière orchestrale conséquente n’est pas toujours gage de réussite.  A l’opéra, si la belle musique n’est pas illustrée intelligemment, l’ennui peut vite s’installer. Par miracle, le couple metteuse en scène / chef d’orchestre fonctionne à merveille. Toujours captivant et très attentif aux chanteurs, Marc Minkowki, à la tête d’un soyeux Orchestre de la Suisse Romande, dirige une partition quasi sans coupe avec une étonnante économie d’effets comme si les notes de Verdi se suffisaient à elle-même. Menée comme une danse « à la française », la grande musique est dans la fosse et le théâtre sur scène. Et quel théâtre !

Grand Opéra, grandes voix, grand spectacle, grande réussite !
Lydia Steier creuse intelligemment le livret en faisant ressortir quelques détails qui éclairent le sous-texte d’une action parfaitement fluide. Le Royaume de Philippe II est infesté de mouchards à la solde du Grand Inquisiteur. Les moines chaussés de casques audio (référence explicite au  film « La vie des autres ») écoutent aux portes comme à l’époque soviétique. La tension règne dans cette histoire politique où la machine finit par broyer tous les héros. Le ballet est habilement transposé en scène de bal comme un exutoire où les courtisans opprimés se livrent à une scène d’orgie. Aucune gratuité ou d’images choc ici, l’amusement tourne au drame avec un meurtre aléatoire qui évoque l’horreur des régimes totalitaires. Lydia Steier sait rendre juste et touchante l’histoire d’amour impossible entre deux jeunes gens. Enceinte, l’Elisabeth juvénile de Rachel Willis-Sørensen présente un tout autre visage face à Don Carlos qui s’enfonce peu à peu dans un jusqu’auboutisme fatal.

La réussite de la production tient également à sa distribution. Incandescent, le ténor Charles Castronovo incarne le rôle-titre pour la toute première fois de sa belle carrière, mettant sa technique vocale jamais prise en défaut et ce timbre sombre au service d’un désespoir émouvant. Avec un naturel toujours aussi confondant, Stéphane Degout compose un Rodrigue vibrant et vocalement souverain. Du très grand art ! Le Philippe II bien chantant de Dmitry Ulyanov ne possède pas autant de spontanéité et de couleurs mais sans nul doute, le baryton qui aborde comme Castronovo son rôle pour la première fois sera un très grand roi d’Espagne dans une prononciation améliorée. Ses scènes de confrontations impressionnent, un peu moins celle avec le Grand Inquisiteur (Liang Li) où il est difficile de distinguer les timbres des deux hommes. Il est rare de pouvoir réunir un sextet de grandes voix de cette qualité aussi bien accompagnés par les rôles secondaires où chacun se distingue brillamment (Ena Pongrac, William Meinert, Julien Henric et tous les Députés de Flandre : Raphaël Hardmeyer, Benjamin Molonfalean, Joé Bertili, Edwin Kaye, Marc Mazuir et Timothée Varon). Artiste suisse, Eve-Maud Hubeaux est convaincante dans le rôle d’Eboli même si sa prestation vocale laisse parfois un goût de trop, emportée par le jeu, la voix se dérobant parfois. Aucune réserve pour sa grandiose comparse Rachel Willis-Sørensen, la soprano possède tous les atouts d’une grande verdienne et nous gratifie de graves sonores, de nuances, d’aigus filés, d’un messa di voce en feu d’artifice vocal doublé d’un talent d’actrice qui, tout en sobriété, touche jusqu’aux tréfonds de l’âme. Un simple « oui » adressé à son époux Philippe, père de son amoureux Carlos, laisse tout comprendre du drame, un grand moment de théâtre !

Ce Don Carlos a tenu toute ses promesses, celle d’un très grand spectacle avec un chef au sommet et une des plus belles distributions vocales qu’il nous ait été donné d’entendre depuis bien longtemps.

DON CARLOS ou le bal des pendus

Jacques Schmitt – ResMusica.com – 18 septembre 2023

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Ayant pour fil rouge les « Jeux de pouvoir », le Grand Théâtre de Genève ouvre sa nouvelle saison d’opéra avec un Don Carlos de Giuseppe Verdi en version française originale, dans sa configuration en cinq actes avec son ballet telle que créée à Paris le 11 mars 1867.

Chaque production lyrique de Don Carlos est une fête. Qui plus est, un Don Carlos complet, en cinq actes avec son ballet, en version française a de quoi réjouir les amateurs d’opéra parmi les plus exigeants. Ces si beaux airs, son étincelante musique, et cette histoire tragique de la frustration d’un roi qui n’est pas aimé de sa femme, du fils de ce roi qui se meurt d’amour pour celle qu’il fiançât avant que son père s’empare de cette promise et cette femme qui, devenue reine, est contrainte de vivre avec ce roi qu’elle n’aime pas. Don Carlos n’est pas un conte de fée, bien au contraire mais, dans l’esprit des productions genevoises comme Les Huguenots de Meyerbeer en février 2020 et de La Juive de Halévy en septembre 2022, la version originale de Don Carlos est un Grand Opéra avec ce que cela comporte de spectacle d’envergure. Malheureusement, la transposition peu convaincante que propose la metteur en scène Lydia Steier de la cour d’Espagne de 1550 vers l’époque stalinienne de l’Allemagne de l’Est, et l’irrespect de l’oeuvre verdienne n’enthousiasme pas. Son spectacle est terne, les décors granitiques sont tristes, les éclairages sont plats, et les costumes sans éclats. Tout cela manque de grandeur. De plus, Lydia Steier parasite son spectacle en appuyant lourdement sur des faits dont Verdi ne fait pas état dans son opéra. Don Carlos raconte suffisamment de choses sans qu’il soit nécessaire d’en montrer plus qu’il n’en est écrit dans le livret. Quand bien même, historiquement, du mariage d’Elisabeth de Valois et de Philippe II sont nées deux filles (Elisabeth Claire Eugénie en 1565 et un an plus tard, Catherine Michelle), Verdi n’en parle pas. Que viennent donc faire ces scènes avec une Elisabeth de Valois enceinte, laissant supposer au spectateur pas assez attentif que c’est la soprano qui attend un enfant ? Et l’amitié sacrificielle de Rodrigue, marquis de Posa, envers l’infant d’Espagne, pourquoi en faire un signe d’homosexualité ? Cela n’a pas sa place dans l’opéra de Verdi, même si, historiquement encore, on a parfois avancé cette supposition. Est-il nécessaire que la princesse Eboli s’arrache un œil, avec son lot d’hémoglobine, alors qu’il est de notoriété historique qu’elle était borgne ?

Pour appuyer son propos quant aux jeux de pouvoir, fil rouge de cette saison d’opéra à Genève, Lydia Steier s’empare du roi Philippe II pour le caractériser en un personnage brutal, despotique, sans humanité aucune, auquel rien ni personne ne doit résister sous peine de se voir pendu haut et court. Et c’est d’ailleurs avec l’image d’un pendu que s’ouvre la scène de la forêt de Fontainebleau où Elisabeth de Valois et l’infant Don Carlos se rencontrent et scellent leur amour. On sait l’opéra souvent empreint d’incongruités mais, on peut douter qu’une jeune femme soit sensible au discours amoureux si, au-dessus d’elle se dandine un pendu à une branche d’arbre ! Durant toute la soirée, moult scènes sont alimentées de ces corps pendus aux cintres. Un bal des pendus ! Dans la célèbre scène de l’autotafé (ici d’une imagerie misérabiliste), la corde remplace le feu. On profitera de ces instants pour pendre un individu qu’on élèvera au plafond pour rejoindre les six ou sept autres pendus. Une scène qu’on suit avec un intérêt presque malsain occultant tout ce qui se passe sur scène en admirant (!) le pauvre homme, gigotant pendant quelques minutes avant de s’immobiliser dans un inévitable et lent tournoiement de la corde. Puis ce sera au tour des députés flamands d’être pendus. Et pour couronner le tout, Elisabeth et Don Carlos, la main dans la main, mourront pendus à leur tour.

Si scéniquement, ce Don Carlos nous laisse sur notre faim, vocalement, le plateau est plutôt réjouissant. D’emblée on est frappé par la qualité de la diction française de chaque chanteur. Du plus modeste rôle aux principaux protagonistes. C’est pur bonheur d’entendre ce chant français ainsi porté. Même si elle n’a pas recueilli tous les suffrages du public au moment des saluts, à notre avis, la soprano américaine Rachel Willis Sørensen, (Élisabeth de Valois) s’inscrit parmi les grandes interprètes du rôle. Un parfait dosage de force et de sensibilité artistique. Dès son «Oui !» déchirant d’acceptation d’épouser Philippe II en renonçant à Don Carlos jusqu’à son grand air final devant le tombeau de Charles Quint «Toi qui sus le néant des grandeurs de ce monde» et son duo avec Don Carlos «Au revoir dans un monde où la vie est meilleure», c’est un enchantement vocal continu. A ses côtés, Charles Castronovo (Don Carlos) est un infant d’Espagne immensément crédible. Respirant la jeunesse, ne se ménageant aucunement, il est un Don Carlos digne de la lignée des Neil Shicoff ou José Carreras qui ont tenus ce rôle sur la scène genevoise. Avec Stéphane Degout (Rodrigue, Marquis di Posa), le chant français sort vainqueur. Quelle diction, quel phrasé, quelle poésie dans son chant ! Tout juste si nous aurions aimé qu’il soit vocalement quelque peu plus rude. Reste que le grand artiste qu’il est se révèle admirable dans son air «C’est moi, Carlos !» et jusqu’au dernier souffle de son «Carlos écoute… Ta mère». Quant à Eve-Maud Hubeaux (La princesse Eboli) son interprétation plus vériste que belcantiste de son «Ô don fatal» séduit par son aspect spectaculaire. Excellente comédienne, elle possède une voix extrêmement souple et colorée, capable de toutes les expressions d’un texte. Nous l’avons vu plus haut, la caractérisation du personnage de Philippe II nous a semblé excessivement âpre et abrupt alors qu’il nous semble au contraire que ce roi reste profondément humain, bousculé entre le pouvoir qu’il exerce, celui qu’il subit de la part de l’Église et l’impossible amour de sa femme. Dmitry Ulyanov (Philippe II) nous est apparu moins convaincant que lors ses précédentes apparitions au Grand Théâtre de Genève. Alors que le fameux air du début du quatrième acte «Elle ne me n’aime pas ! Non ! son coeur m’est fermé» voit généralement Philippe II seul à son bureau, la présence scénique de la princesse Eboli dans ce moment intimiste est peut-être le grain de sable empêchant la basse russe de donner le fond de son art à cette cantilène. Un tant soi peu décevant Liang Li (Le Grand Inquisiteur) qui, s’il possède l’étendue vocale nécessaire au rôle semble avoir la voix encore trop verte pour crédibiliser ce terrifiant personnage. Au passage, la scène où Philippe II, dans un accès de colère, renverse le Grand Inquisiteur de sa chaise roulante nous apparait d’une rare inadéquation quant au respect des hiérarchies qui régissent ces personnes dans le contexte historique. A noter encore qu’en dépit de ses courtes interventions, la voix de Julien Henric (Le Comte de Lerme) éclate avec bonheur. A quand un rôle plus important ?

De plus en plus théâtral, le Chœur du Grand Théâtre de Genève signe une très bonne prestation même si, par-ci par-là, on entend quelques décalage d’avec la fosse. L’Orchestre de la Suisse Romande apparait un peu terne, à l’image des décors et des éclairages de la scène. Certes, la version française de Don Carlos n’a pas le brillant orchestral que Verdi a réécrit pour la version dite de Milan cependant, dès le début de la soirée, la baguette du Marc Minkowski manque d’allant. Une sorte d’apathie qui s’envole cependant dès le milieu du troisième acte.

En résumé, un spectacle d’honnête facture applaudit sans excès. On peut regretter qu’une œuvre aussi emblématique du répertoire lyrique comme Don Carlos soit traitée avec si peu d’éclat.

Don Carlos selon Lydia Steier – Sur écoute

Vincent Borel – ConcertClassic.com – 18 septembre 2023

source: https://www.concertclassic.com/article/don-carlos-selon-lydia-steier-au-grand-t…

 

Luxueuse début de saison genevoise sous la thématique des Jeux de pouvoir. Quelle meilleure introduction que Don Carlos donné dans sa rare version française en cinq actes (1867) ? Lydia Steier le transpose dans un régime totalitaire, se référant, dans le programme de salle, à la Stasi de La vie des autres (film de Donnersmarck, 2006) et à La mort de Staline (Armando Ianucci 2017).

Un glacial palais de bois et de granit évoque l’Escorial et Mussolini. Installé sur une tournette, ses interstices abritent l’appareillage d’une écoute généralisée. Les grands d’Espagne sont les favoris du régime et le peuple n’est que haillons. Qui complote finira pendu, macabres décorations bien utiles pour un autodafé. Lydia Steier, connue pour déborder d’idées, restera pourtant en retrait de ses intentions, d’autant que des moines encapuchonnés au milieu d’une cour communiste ne sont guère crédibles.

Les relations entre Philippe II et Posa, celles de Carlos et son ami sont peu fouillées et une certaine confusion domine la première partie. En revanche la seconde, centrée sur Philippe, Eboli et la Reine, est davantage creusée, la metteuse en scène étant à son aise dans les ressorts de l’intime. Mais pourquoi nous infliger la grossesse d’Elisabeth et réduire le magnifique personnage d’Eboli à une Mata Hari couche-toi-là ? Coincée entre l’artificiel de ses intentions et l’irréductibilité du livret, la proposition reste bancale, impuissante à incarner des scènes de foule autre que conventionnel.

Après Les Huguenots et La Juive, Marc Minkowski est de retour à Genève pour explorer les arcanes du grand opéra français, avec son ballet obligé et ses fresques historiques. Cette fois, on reste un peu sur sa faim. L’assise et l’architecture manquent à la direction trop linéaire. Certes, les vents sont parfaits de dentelles et de ciselures, mais on espérait plus de lyrisme, pour ne pas dire de pathos, pour coloriser le monument verdien.

L’émotion régnait heureusement chez les interprètes, notamment l’Américaine Rachel Willis Sörensen, poignante Elisabeth de Valois. La rondeur du timbre lui permet d’infinies variations de couleurs (splendide « Toi qui sur le néant »). Actrice à la bienveillance naturelle, sa blondeur illumine l’obscurité des Habsbourg. Avec Charles Castronovo, elle livre un duo final qui couronne la soirée. Le ténor américain campe un Don Carlos inquiet dont le timbre se fait âpre dans ce rôle d’écorché vif, si Werther dans l’âme.

Le Rodrigue de Stéphane Degout est superlatif. Son impeccable diction ne fait jamais dévier le regard vers le surtitrage, contrairement à ses partenaires. Sa réserve naturelle et sa noblesse offrent une mémorable agonie. Quant à l’Eboli de Eve-Maud Hubeaux, si l’on a été décontenancé par son air d’entrée, « Au palais des fées », où la voix large chercha ses marques, elle a concédé un « Don fatal » à l’intensité féroce.

Au rayon des basses, les timbres sont là. Habitué de Genève, Dmitry Ulyanov (Photo, Philippe II) y a déjà incarné le beau-père de Lady Macbeth de Mtensk, le Général Koutouzov dans Guerre et Paix, le cardinal dans La Juive. Son "Elle ne m’aime pas", médiation schopenhauerienne sur le pouvoir, convainc malgré un manque de souplesse. Le bel instrument de Liang Li reste en deçà de ce qu’il nous avait offert, à Lyon l’an dernier, avec son Landgrave dans Tannhäuser. Le duel entre les deux abîmes n’a donc pas vraiment lieu.

Les comprimari sont de bonne tenue, que ce soit le Duc de Lerme de Julien Henric, le Page d’Ena Pongrac, ou le Moine de William Meinert, possible postulant au titre de Grand Inquisiteur. Quant au ballet bacchanale de l’acte III, avec son flamboiement de couleurs et de formes, il s’avère une parenthèse visuelle bienvenue au cœur de cette actualisation un peu morne.

DON CARLOS au pays des soviets

Emmanuel Dupuy – Diapason - 18 septembre 2023

source: https://www.diapasonmag.fr/critiques/a-geneve-don-carlos-au-pays-des-soviets-40…

 

Lydia Steier échoue à transposer l’action dans une dictature du XXe siècle. Au sein d’un plateau très homogène, Eve-Maud Hubeaux et Stéphane Degout se distinguent, sous la direction musicale sensible d'un Marc Minkowski n’ignorant rien des enjeux du grand opéra.

Après Les Huguenots de Meyerbeer et La Juive d’Halévy, ce Don Carlos est le troisième épisode d’un cycle genevois consacré au grand opéra, avec pour dénominateur commun la présence au pupitre de Marc Minkowski. Dès les premières mesures, cette direction musicale frappe par la densité sonore obtenue de l’Orchestre de la Suisse romande, à quoi s’ajoute une très grande subtilité pour souligner les raffinements de la partition, et un sens du théâtre qui fera varier les climats cinq actes durant sans jamais confondre vitesse et animation. Au contraire, le tempo d’ensemble est plutôt retenu, pour mieux polir ce diamant noir qu’est la version originale parisienne du chef-d’œuvre de Verdi, présentée ce soir dans sa quasi-intégralité – les quelques coupures qui ont été opérées pour faire tenir la représentation dans une durée acceptable l’ont été avec discernement.

Si le plateau brille par sa cohésion, deux personnalités s’en dégagent : Eve-Maud Hubeaux et Stéphane Degout, tous deux rescapés d’une production lyonnaise de 2018. Elle est toujours une Eboli au tempérament ravageur, faisant danser le voile de sa Chanson sarrasine avec une agilité féline, mettant le feu à un « Don fatal » écorché vif, jouant à chaque instant des charmes de son mezzo à la plasticité fulgurante, sans opulence excessive. Lui, toujours aussi juvénile par l’allure comme par la voix, sidérant d’aisance, coule ses mots dans un flot de legato ininterrompu et parcouru par un romantisme fiévreux qui va bien à la passion idéaliste du Marquis de Posa.

Ténébreux Infant
S’il ne possède pas l’émission la plus solaire qui soit, ni l’aigu le plus éclatant, Charles Castronovo met beaucoup de délicatesse dans la ciselure de ses phrasés, avec ce qu’il faut de demi-teintes, si bien que l’on compatit aux malheurs de ce ténébreux Infant. Rachel Willis Sørensen semble d’abord sur la réserve, peut-être pas tout à fait à l’aise avec notre langue, la rondeur délectable du timbre ayant tendance à estomper les consonnes ; mais peu à peu cette Elisabeth se libère, pour consoler avec une touchante douceur sa suivante congédiée (« Tu vas revoir la France »), se dresser contre l’injustice dont elle est victime, enfin ouvrir grand les vannes d’un soprano en gloire dans un « Toi qui sus le néant » chauffé à blanc, nuancé par d’infinies variations de couleur et d’intensité.

Entre les basses, le match se joue au sommet. Le Russe Dmitry Ulyanov, en particulier, se distingue par une diction à la limpidité exemplaire, ce Philippe II alternant comme il se doit le tranchant de ses cruels éclats et la poésie méditative d’un monologue en symbiose avec le violoncelle qui l’accompagne. A peine moins idiomatique, le Chinois Liang Li campe un Inquisiteur effrayant, par l’ampleur du grave et la puissance de ses imprécations. Et n’oublions pas William Meinert, qui lui aussi tire son épingle du jeu dans les quelques répliques du fantôme de Charles Quint.

Festival d’anachronismes
Lydia Steier transpose l’action dans une dictature du XXe siècle, entre régime soviétique et univers alla Orwell, où une brigade d’espions épie et enregistre les conversations des protagonistes. Mais le totalitarisme politique contemporain et l’inquisition religieuse ne sont pas exactement la même chose, ce qui nous vaut un festival d’anachronismes auquel s’ajoute un penchant limité pour le spectaculaire, en contradiction avec les enjeux du grand opéra. Les incessantes rotations d’un unique décor, au vocabulaire architectural lourdingue et grisâtre, ne sauraient en effet suffire à créer les ruptures visuelles qu’appelle l’enchaînement des différents tableaux. Et si la peinture des caractères s’avère assez conventionnelle, Lydia Steier se montre peu douée pour les scènes de foule : l’Autodafé vire au grand-guignol tant les postures y sont caricaturales, tout comme, auparavant, la bacchanale qui tient lieu de ballet ou, plus tard, la rébellion du peuple à laquelle on ne croit pas une seconde.

A oublier, donc, pour mieux chérir le souvenir de quelques incarnations et de la direction musicale.

 

Golden Age Spain meets Soviet Russia

Laura Servidei – Backtrack.com - 16 septembre 2023

source: https://bachtrack.com/fr_FR/review-don-carlos-steier-minkowski-castronovo-willi…

 

The Grand Théâtre de Genève opened its 2023–24 season with a monument of an opera: Verdi's Don Carlos, in the five-act French version. Conductor Marc Minkowski chose a version closely following the original version, composed for the Paris Opera, with minor cuts, and the resurrection of some of Verdi’s original cuts before the 1867 premiere. The opera is loosely based on historical events in 16th-century Spain but director Lydia Steier moves the action to the middle of the 20th century, with Soviet rule acting as a mirror of Philip II's tyrannical regime.

This transposition brings mixed results: some ideas work well – the cult of personality, the paranoia and solitude of the ruler, the public execution of the “traitors”. Also, omnipresent spies, listening in to private conversations to expose the traitors, match well with the monks spying for the Inquisition to expose heretics. There is a religious aspect to every tyrannical rule, heavily based on propaganda and a rejection of critical thinking: the stories of public denunciations (and confessions) of traitors of the revolution in the USSR do bring to mind a parallel with the Inquisition. But that parallel breaks down at a crucial point: the Catholic Church was stronger than Philip II in Don Carlos, but in the USSR there was no entity bigger than Stalin. In the Soviet empire the Grand Inquisitor would have been perhaps the head of the KGB, an employee of the ruler, but this makes the whole power struggle harder to understand: what is the “altar” that this Stalin needs to kneel at?

Momme Hinrichs' set is occupied by a revolving cube, with classical architectonic marble elements, which turns to represent the various spaces, with minimal changes in props. During the Act 3 ballet, the cube starts spinning fast for a long time, while dancers in animal masks stage an orgiastic dance, enough to give audience members motion sickness.

Steier enhances the gloomy aspects of this opera. During the Fontainebleau act, where Carlos and Elisabeth fall in love, their duet takes place under a man just hanged for treason, his wife and child crying on the side. In the auto-da-fé scene the “heretics” are already dead, hanging from the ceiling. Here, instead of the royal parade, the people watch a black and white movie full of Soviet aesthetic elements, showing a strong, magnanimous leader.

Minkowski, conducting this monumental score for the first time, led the Orchestre de la Suisse Romande in a powerful, detailed reading. The brass section, fundamental in Verdi's orchestration, was spotless and appropriately highlighted. Minkowski managed to maintain the tension for the full four hours of music, giving appropriate room to his singers, allowing Verdi to shine; a wonderful interpretation.

The cast was very strong, despite the lack of any “true” Verdian voices. Rachel Willis-Sørensen was Elisabeth. Her mellow timbre and large voice did justice to the role, displaying secure high notes (only a few were a bit uncovered) and great lyricism. Her best efforts were in the filati and pianissimi – the solo to her lady-in-waiting, “Ô ma chère compagne” was a gem. Her acting was also effective, however, her “hand-dropping” gestures are unmistakably American, which distracts a bit, but in an endearing way. In the final scene, she gave a great rendition of “Toi qui sus le néant”, with power and desperation, in the most absurd of situations, cradling her newborn, singing how she has nothing to live for, and only hopes to die. This scene becomes even more absurd when the whole court enters and witnesses in silence the marvellous farewell duet between Carlos and Elisabeth, which Charles Castronovo and Willis-Sørensen sang with poignancy and true lyrical intent.

Castronovo was a solid Don Carlos, high notes secure in his dark tenor, his interpretation convincing. Stéphane Degout was Rodrigue, turned into some sort of court jester in this production, losing almost all of his dignity with out-of-place laughs. Degout heroically reclaimed all of Rodrigue’s dignity in his death scene, with a smooth legato and a moving interpretation. Dmitry Ulyanov clearly had trouble with his French pronunciation as Philippe; the voice was beautiful and powerful, but his big aria “Elle ne m'aime pas” lacked a true legato or pathos. Ève-Maud Hubeaux sang Eboli, her mezzo full and beautiful, high notes brilliant, her stage presence strong.

Liang Li was a suitably terrifying Grand Inquisitor, his well-projected low bass very suited to the part. The voice from heaven was Giulia Bolcato, who beautifully sang on the stage, and was the same widow crying for her hanged husband in Act 1, apparently teleported from Fontainebleau to Madrid.

Genève DON CARLOS en version française en 5 actes

Renato Verga – PremièreLoge-opera.com - 18 septembre 2023

source: https://www.premiereloge-opera.com/article/compte-rendu/production/2023/09/18/g…

 

Une très belle réussite musicale, mais une lecture scénique inégale, qui questionne la modernisation à tout prix d’un événement historique.

Don Carlos tel qu’ont pu le découvrir les spectateurs français en 1867

L’an dernier, la saison du Grand Théâtre s’ouvrait sur La Juive, dont les thèmes sont le fanatisme et l’intolérance religieuse. Cette année, sous le titre « Jeux de pouvoir », la nouvelle saison genevoise débute avec un autre grand opéra dominé par l’ingérence de la religion dans les affaires politiques et de la politique dans les affaires personnelles : Don Carlos, l’opéra qui ouvrira la saison à la Scala en décembre, là dans la version italienne, ici dans la version originale française complète en cinq actes, ballet inclus. Un titre tourmenté sur lequel Verdi reviendra plusieurs fois, nous laissant de nombreuses versions, chacune avec ses mérites et ses défauts : dans cette première version, la complexité des thèmes exposés justifie les quatre heures et demie de représentation, avec un seul entracte, mais les coupes effectuées dans les versions suivantes rendront l’œuvre plus efficace du point de vue dramaturgique.

Nous voyons ici l’opéra tel qu’il a été écrit pour l’Exposition universelle de 1867 à Paris, avec laquelle Verdi est revenu à son auteur préféré, Friedrich Schiller, pour mettre en musique son Dom Karlos, Infant von Spanien de 1787, un drame qui incarnait parfaitement l’esprit du Sturm un Drang avec son contraste entre Rodrigo, marquis de Posa, symbole de liberté et de tolérance, et l’absolutisme monarchique de Philippe II d’Espagne. Verdi aimait le contraste entre parents et enfants, ainsi que le conflit entre l’État et l’Église, incarné ici par le personnage du Grand Inquisiteur. La liberté de traitement des faits historiques au profit de la complexité des personnages a conduit Verdi à écrire une œuvre où le degré d’élaboration des pages musicales et le souffle donné à l’orchestration font de Don Carlos un chef-d’œuvre absolu.

Une très belle réussite musicale
À Genève, pour la troisième fois consécutive après Les Huguenots de Meyerbeer et La Juive d’Halévy, Marc Minkowski dirige un « Grand Opéra » français : Don Carlos. Il aborde le titre verdien avec une direction précise et riche en couleurs mais dépourvue de toute exagération : les contrastes sonores ne sont jamais poussés à l’excès, bien au contraire. Sous sa direction, l’orchestre de la Suisse Romande s’exprime avec douceur, les sons des bois et des cordes ont une élégance et une clarté transparentes, le drame n’est pas explicité par le volume sonore, mais par la tension se greffant sur un discours musical toujours fluide et sans aspérité. Le chœur, protagoniste essentiel de ce drame, constitue un instrument ductile et expressif, qu’il s’agisse du peuple opprimé par la guerre dans le premier acte, ou des chants de deuil des religieux.

La distribution regorge de fortes personnalités, du merveilleux Stéphane Degout, Rodrigo sensible à la grande projection et à l’articulation parfaite, à l’Elisabetta de Rachel Willis Sørensen à la voix riche en nuances et au timbre particulièrement doux. Charles Castronovo est un Don Carlos à la présence vocale et scénique sûre, qui tente de donner de la profondeur à un personnage qui n’est pas passionnant. Une certaine intempérance expressive de la part de Dmitrij Ul’ianov transforme son Philippe II en despote aux traits parfois vulgaires (ne serait-ce que par le choix de la metteuse en scène, comme nous le verrons), avec un grave puissant mais une diction discutable où l’accent slave prédomine. Ce qui fait défaut, c’est la royauté du personnage et la confrontation avec le Grand Inquisiteur est moins impressionnante qu’à l’accoutumée, notamment en raison de la similitude de son timbre avec celui de la basse Liang Li. La Princesse Eboli trouve en Ève-Maud Hubeaux une interprète de grand tempérament qui sait aussi gérer les exigences du bel canto. Ena Pongrac (Thibault), William Meinert (un moine), Julien Henric (le comte de Lerma), Giulia Bolcato (la voix du ciel) et le sextuor de députés flamands complètent dignement cette riche distribution.

Une lecture scénique inégale
Au cours de son agonie, Philippe II d’Espagne semble regretter de ne pas avoir exterminé plus d’hérétiques… Dans la mise en scène confiée à Lydia Steier, la mise à mort de ceux-ci est présente dès la première scène de l’acte de Fontainebleau avec l’exécution d’un homme qui sera pendu pendant le duo d’amour des deux jeunes gens, et aussi quand arrive la nouvelle que la princesse française est finalement destinée à Philippe. Ensuite, pendant l’autodafé, les six députés flamands s’ajouteront aux cadavres déjà pendus au plafond et, au le finale, Don Carlos et Elisabeth finiront eux aussi la corde au cou.

Le décor choisi par la metteuse en scène germano-américaine transpose l’action du XVIe siècle aux années de la RDA sous le contrôle de la Stasi : déguisés en moines, de nombreux fonctionnaires espionnent les personnages grâce aux interstices creusés dans les murs équipés de micros et d’appareils d’enregistrement. Dans la scénographie de Momme Hinrichs, le gris domine dans une structure rotative omniprésente, dans les vidéos en noir et blanc, dans les éclairages obsessionnellement fixes de Felice Ross et dans les costumes lugubres d’Ursula Kudma. Philippe s’habille comme le dictateur d’un régime totalitaire, bottes, pantalon, veste et manteau en cuir noir et couverts de médailles. La dépouille de Charles Quint repose dans une niche dorée qui sert également de console ou même de lit pour Eboli, ayant passé la nuit avec le roi, et trahissant doublement la reine en lui volant son coffret à bijoux. Ce n’est pas une nouveauté dans la mise en scène, mais ici la femme reste présente même pendant « Elle ne m’aime pas », réduisant le puissant monologue à l’emportement/justification d’un mari qui vient de trahir sa femme. Eboli reste en scène, cachée derrière un pilier, même lors de la rencontre ultérieure avec le Grand Inquisiteur, et si l’on compte également les deux accompagnateurs, pas moins de cinq personnes se côtoient dans une scène qui fait pourtant de l’affrontement entre deux personnages solitaires sa grandeur absolue. D’autres défaillances de la mise en scène nuisent également à l’efficacité du drame, comme dans la scène de l’autodafé, où l’on passe et repasse la corde au cou des députés flamands, avec un effet dépourvu de toute dimension tragique, ou dans le finale, peu convaincant dans le livret et encore moins dans la réalisation scénique proposée par Steier. Deux scènes rompent délibérément avec l’atmosphère lugubre de l’histoire : d’abord la scène du jardin avec Eboli et les dames de la reine qui, on ne sait pourquoi, sont amenées à marcher sur des bascules : la plus délicate se voit récompensée après la chanson sarrasine ; puis le ballet du troisième acte, transformé en une orgie à la Eyes Wide Shut avec des participants portant des masques, une structure scénique tournant de façon vertigineuse et un meurtre, totalement gratuit, à la fin.

Il y a quelques jours, le quotidien genevois Le Temps accueillait dans sa rubrique « Débats » un article d’Emiliano Gonzalez Toro intitulé « Quand l’opéra doit réapprendre le respect », dans lequel le chanteur déplore que « trop de metteurs en scène maltraitent les chanteurs, les opéras et le public avec des productions élitistes qui se ressemblent toutes […]. À force de courir après l’anticonformisme et la modernité, le Regietheater apparaît de plus en plus banal, conventionnel, comme une forme d’académisme moderne ». Le ténor suisse donne ainsi la parole à des artistes qui se sentent de moins en moins à l’aise dans des productions qui ne cherchent presque que la provocation et où la vision du metteur en scène est prédominante et ne respecte ni la partition ni le livret. Ce n’est pas le cas de cette production genevoise qui, malgré quelques incohérences et fautes de goût, a rencontré un écho favorable auprès du public, ayant accueilli le spectacle par des applaudissements nourris et chaleureux lors de la première.

Mais… qui sait quand nous pourrons à nouveau assister à une production intelligente et intrigante s’inscrivant dans le cadre temporel de l’histoire et du livret ? Cela devient de plus en plus rare – et souhaitable.

Genève, Grand Théâtre – DON CARLOS

Alfred Caron – Avant-Scène Opéra – 18 septembre 2023

source: https://www.asopera.fr/fr/productions/4542-don-carlos.html

 

Après Les Huguenots (2020) et La Juive (2022), l'Opéra de Genève poursuit son exploration du grand opéra à la française, avec le Don Carlos de Verdi qui inaugure sa nouvelle saison, placée sous le signe des « Jeux de pouvoir ». Le spectacle d’environ quatre heures de musique se révèle d’une incroyable intensité. Basé sur une édition « authentique » et quasiment exhaustive de la version parisienne de 1867, il permet de découvrir une partie du ballet, un « interlude » inconnu entre le troisième et le quatrième acte et surtout un long développement dans la scène finale après les adieux de Carlos et de la Reine qui modifie singulièrement la physionomie du dénouement.

La mise en scène, confiée à Lydia Steier, transpose l’action dans un univers totalitaire des années 1930-1940, très inspiré de la période stalinienne. Le décor monumental monté sur une tournette évoque les architectures néoclassiques typiques de l'époque et suggère habilement tous les lieux de l’action avec un minimum de transformations et quelques touches de vidéo. Les costumes sévères, uniformément gris ou noirs, les lumières froides, l’ambiance toujours contrainte, tout parle d’un monde sans joie dominé par la suspicion et la surveillance. Les moines de Saint-Just sont en fait les agents déguisés d’une police secrète qui épie les moindres faits et gestes de l’entourage de Philippe II, tyran en manteau de cuir couvert de médailles, dont le chœur célèbre le culte de la personnalité. L’autodafé de l’acte III est devenu une des nombreuses pendaisons qui se succèdent au fil de l’œuvre, depuis celle d’un paysan au premier acte jusqu’à celle de Carlos et d’Elisabeth au final dont on ne sait exactement si elle sera exécutée. Le seul moment qui rompt avec la grisaille est celui du bal « costumé » de l’acte III mais il vire à une sorte d'orgie dont les débordements sont violemment réprimés par la police de l’autocrate.

Il y a peu de fausses notes ou d’extravagances dans l’approche de la metteuse en scène, sauf peut-être cette séance de gymnastique rythmique qui accompagne l’air du voile d’Eboli au deuxième acte et évoque de façon lointaine et un peu incongrue les grands défilés totalitaires. Son idée de faire apparaître Elisabeth enceinte trouve sa justification au final lorsque l’on comprend que même le droit à la maternité est dénié à la Reine et qu'elle n'est qu'un simple objet de l’oppression masculine à qui son enfant va être enlevé avant sa condamnation.

Pour défendre cette vision parfaitement cohérente, le Grand Théâtre a réuni une équipe de premier plan. Dans le rôle-titre, Charles Castronovo n’a peut-être originellement les moyens d'un rôle spinto. La voix peu colorée et quelque peu limitée aux extrêmes de la tessiture dénote ses origines de ténor lyrique mais l’interprète convainc pleinement par une incarnation très engagée du personnage dont il évoque avec force le caractère mélancolique et la révolte impuissante. Grande voix lyrico-dramatique, l’Elisabeth de Rachel Willis-Sørensen donne toute la mesure de ses capacités d’interprète dans son grand air du dernier acte. Partout ailleurs, elle laisse entendre un beau médium, des aigus un peu appuyés et de beaux sons filés mais parait parfois un peu sur la réserve. Sans doute est-ce pour compléter ses allures d’amazone bottée de cuir que Eve-Maud Hubeaux se croit obligée à des effets expressionnistes dans les vocalises de la Chanson du voile et surtout dans son grand air de l’acte IV où elle se griffe le visage et se crève un œil. C’est d’autant plus regrettable que son beau timbre cuivré et sa technique impeccable suffiraient à faire vivre un personnage dont elle possède le tempérament. Voix sombre mais articulation d’une grande clarté, Dimitry Ulyanov est un Philippe de belle tenue plutôt sur le versant autoritaire et violent qu’introspectif, comme le laisse entendre son grand air de l'acte IV un peu extérieur. Lui répond la belle basse profonde de l'Inquisiteur de Liang Li dans leur affrontement de l'acte IV. La grande leçon de chant et de tenue stylistique est donnée par le Posa de Stéphane Degout dont la scène de mort suspend l'auditoire à la moindre intonation et frôle les hauteurs de la perfection, le baryton atteignant ici à un rare degré d’expressivité dans une totale sobriété. Si la voix céleste de Giulia Bolcato, un peu fâchée avec la justesse, aurait sans doute gagné à rester en coulisses, le reste des petits rôles se révèle exemplaire, à commencer par le remarquable Comte de Lerme de Julien Henric, dont la clarté du français aurait de quoi faire pâlir les grands rôles de la distribution. Le Thibaut d'Ena Pongrac échappe à toute qualification de genre mais offre au page une jolie voix de mezzo claire et pleine de sève. On saluera aussi le Moine imposant de la basse William Meinert et le petit ensemble des Députés flamands, tous issus du Jeune Ensemble du Grand Théâtre.

Dans la fosse, Marc Minkowski, geste large, engagement de tous les instants, offre à la partition de Verdi toute la vitalité dramatique qu'elle réclame aussi bien dans les grandes scènes d'ensemble que dans les scènes intimes. À la tête d'un orchestre impeccable et de chœurs d'une grande précision, il porte cette production de premier plan à un succès global entièrement mérité. 

Vom Zauber des historischen Heute

Peter Krause – Concerti.de -16. September 2023

source: https://www.concerti.de/oper/opern-kritiken/grand-theatre-de-geneve-don-carlos-…

 

Die Schärfung der politischen Implikationen des Verdi-Werks in der fünfaktigen französischen Fassung – bei Beachtung der genuinen Magie der Musik – schafft Regisseurin Lydia Steier fast ganz ohne erhobenen Regiezeigefinger. Auf der Bühne steht so etwas wie eine sängerische Idealbesetzung.

Ein Regieteam legt listig falsche Fährten. Denn die beiden klassizistischen Säulen, die im initialen Fontainebleau-Akt den mittigen Treppenaufgang säumen, und der idyllische Waldesprospekt im Hintergrund, täuschen Tradition und eine ihr entsprechende Inszenierung nur vor. Regisseurin Lydia Steier und ihr Team um Bühnenbildner Momme Hinrichs und Kostümdesignerin Ursula Kudrna haben es freilich auch gar nicht vordergründig nötig, Giuseppe Verdis Schilleroper „Don Carlos“ zwanghaft in die Gegenwart zu katapultieren.
Sie erzählen die Geschichte um die idealistisch freiheitsliebenden Freunde Posa und Carlos, die repressiven Repräsentanten der alten Ordnung von Staat und Kirche, König und Großinquisitor, und die um die Liebe des spanischen Infanten konkurrierenden Frauen Elisabeth und Eboli auf den ersten Blick gradlinig und mit ausgeprägter Anteilnahme für die Schicksale aller Figuren. Da merkt man ein ehrliches Vertrauen in das Werk, das am größten schweizerischen Opernhaus in der ursprünglichen Version als französische Grand Opéra in fünf Akten auf die Bühne kommt, nahezu so, wie Verdi es 1867 in Paris für die Uraufführung probte.

Private Passion kontra politische Pflicht
Die spätere italienische – und heute meistgespielte – Fassung wirkt demgegenüber fast wie ein Torso voller Kompromisse, in dem sich der Meister aus Roncole bei Parma durchaus dem Geschmack seiner Landsleute anpasste: Da sollte es in den Aufführungen in seiner Heimat eben munter von Arien- zu Duetthöhepunkten kommen. Der dramatische Spannungsbogen wie die Logik der Leitmotive, deren Wiederkehr und Wandlung, aber geraten in der Urfassung weitaus zwingender. Zumal die psychologischen Beweggründe der Figuren wirken hier weitaus stärker, im besonderen natürlich die im ersten Akt vermittelte Vorgeschichte, in der sich Carlos und Elisabeth als jugendliches Liebespaar finden dürfen.
Berührend wird deutlich, wie ihre private Passion durch die politische Pflicht der anbefohlenen Heirat der französischen Prinzessin Elisabeth mit dem spanischen König Philipp – somit dem Vater von Don Carlos – schon zu Beginn zunichte gemacht wird, weil die Staatsraison es erfordert und der Frieden zwischen den Kriegsparteien so eine Chance erhält. Stimmiger lässt sich zudem die Genfer Saison nicht eröffnen, die ja als Ganzes unter dem Motto „Machtspiele“ steht. Die Ehe für den Frieden ist ein Bündnis gegen die Liebe.

Klug gesetzte Stachel der Zuspitzung
Die Schärfung just der politischen Implikationen des Werks – bei Beibehaltung und Beachtung des genuinen Zaubers und der Magie der Musik – aber schafft Lydia Steier fast ganz ohne erhobenen Regiezeigefinger: Die in Deutschland für ihren Beruf sozialisierte Amerikanerin behauptet nicht, klüger als das Werk und deren Schöpfer zu sein, aber sie setzt genau da klug die Stachel der Zuspitzung, wo es das Stück verträgt, ja, wo es das Stück nachgerade zu verlangen scheint, um das Publikum im Ergebnis aus seiner kulinarischen Wohlfühlhaltung herauszuführen und um es auf die bleibenden Zumutungen aufmerksam zu machen, die in der mehrfach brutalen Geschichte stecken.
Den klassizistischen Rahmen der Bildwelten sprengt sie dazu bereits zu Beginn. „La vie est dure“ singt der Chor der geschundenen, vom Krieg zwischen Frankreich und Spanien geschundenen Bevölkerung – und wir wähnen uns sogleich in einem naturalistischen Drama wie Victor Hugo „Les Miserables“. Ein „Verräter“ unter den ihren wird nicht nur – wie einst den deutschen Juden im „Dritten Reich“ – ein Schild mit der Aufschrift „traitre“ um den Hals gehängt, der Mann wird sogleich zur maximalen Abschreckung von potentiellen Nachahmern aufgeknüpft und baumelt dann fast den ganzen ersten Akt über der Bühne, auf der zunächst ja noch die wunderbare Liebeständelei von Elisabeth und Carlos verhandelt wird. Solche Bilder sitzen.

Der große Lauschangriff eines übergriffigen Systems
Deutlicher noch wird Lydia Steier, wenn sie die Unmöglichkeit von echter erfüllter Privatheit durch den großen Lauschangriff eines übergriffigen Systems zeigt, das zwischen Stasi-Überwachungsstaat und faschistischer Kontrolle des Einzelnen changiert. Die Vertreter der katholischen Kirche – als triftige Übersetzung der Allmacht des blinden, aber allwissenden Großinquisitors – fungieren als Werkzeuge dieses Unrechtsstaats, den man in den kommunistischen Diktaturen der Sowjetunion ebenso wiederkennen kann wie in den rechten Gewaltsystemen des spanischen Machthabers Franco oder des deutschen Nationalsozialismus.
In den Kostümen gibt es Anspielungen an die französische Resistance, Elisabeths Page (die junge Mezzopranistin Ena Pongrac) könnte sich ihr verbunden fühlen. König Philipp, dem Dmitry Ulyanov die rau-gewaltige Präsenz seines Basses verleiht, könnte indes ein mit multiplen Orden behängter russischer General mit ausgeprägter Stalin-Nähe sein. Dennoch desavouiert die Regisseurin ihn nicht. Seine Arie „Elle ne m’aime pas“ ist in Genf weniger Anklage an Elisabeth, die ihn lieben muss, aber nicht kann, als Ausdruck der Selbstzweifel eines Herrschers, der aus der brutalen Rolle seines unheiligen Königtums nicht mehr herauskommt. Dieser Täter ist selbst ein Opfer, das eine Rolle weiterspielt, an die er im Innersten wohl selbst nicht mehr glaubt.

Die(se) Geschichte wiederholt sich
Derlei Vielschichtigkeit zuzulassen und in der Personenregie, besonders in den das Stück prägenden Duetten, subtil und unaufdringlich auszuarbeiten, ist das große Verdienst dieser Inszenierung, die das Stück – schön dialektisch – in einem historischen Heute verortet und so die bittere Botschaft vermittelt: Die(se) Geschichte wiederholt sich. Winzig kleines Hoffnungszeichen ist das werdende Kind, das Elisabeth bei Lydia Steier in sich trägt und am Ende unter großen Wehenschmerzen zur Welt bringt. Sein königlicher Vater hält es dann, wie schlechte Herrscher das in den Diktaturen so tun, triumphierend in die Höhe, um den eigenen dynastischen Anspruch auf die Gestaltung von positiver Zukunft tränentreibend zu untermauern. Aber vielleicht setzen sich in dem kleinen Wesen ja die Gene seiner Mutter durch? Und es wächst ein neuer Freiheitskämpfer heran.

Mehr als nur ein sängerisches Ereignis
Nahe der sängerdarstellerischen Vollendung ist die Besetzung. Charles Castronovo ist ein gar nicht so verträumter Infant, seinem Tenor, bei dem man an eine Mischung des jungen Aragall wie des junges Carreras denkt, tut die französische Fassung sehr gut, erlaubt sie ihm doch, die emotionalen Extremausbrüche (die im Italienischen oft einer gefährlichen Grenzerfahrung gleichen) zu sublimieren. Seiner Elisabeth schenkt die Sopranistin Rachel Willis Sørensen dazu passende Pianissimi von himmlischer Leuchtkraft, die Amerikanerin geht die Partie lyrischer an, als sie in der italienischen Version tun würde. Eve-Maud Hubeaux als ihre Gegenspielerin in Liebesdingen räumt mit ihrem leichtgängigen wie substanzintensiven Mezzo nicht nur ab, sie räumt auch mit dem Vorurteil ab, die Partie müsse man geifen und brüllen. Ein Ereignis.
Ein idealer französischer Posa ist Stéphane Degout, der mit seinem schlackenlos schlanken Bariton ein unfasslich glaubwürdiger, dabei nie vokalmanierierter Kämpfer für die Idee der Gedankenfreiheit ist. Liang Li ist der erwartungsgemäß bassdüstere Großinquisitor. Der Chor des Grand Théâtre de Genève beweist einmal mehr seinen klangprallen Ausnahmerang. Das Orchestre de la Suisse Romande spielt mit dunkel und warm abgetönter Exzellenz, man meint allerdings oftmals, es habe die italienische Fassung einstudiert. Marc Minkowski, der am Pult steht, hat zu wenig an genuin französischer Feinheit, Eleganz und Clarté, an artikulatorischer Finesse und drängenden Tempi gearbeitet. Das verwundert insofern, kommt der Maestro doch aus der Historischen Aufführungspraxis der Alten Musik. Der Weg zu einem authentischen Verdi-Klangbild darf also noch beherzt ausgeschritten werden.

Un plateau gris et une musique en couleur pour DON CARLOS

Rocco Zacheo – Tribune de Genève – 16 septembre 2023

source: https://www.tdg.ch/nouvelle-saison-au-grand-theatre-un-plateau-gris-et-une-musi…

 

La maison genevoise plonge la pièce de Verdi dans un environnement pesant où brillent la distribution et la fosse de Marc Minkowski.

Verdi le jeune, puis le Verdi le mûr: au Grand Théâtre, un fil est tissé en ouverture de saison qui permet de relier deux pièces et deux époques bien distinctes dans la vie du compositeur de Roncole. Il y a eu «Nabucco» pour clore l’exercice passé, en juin dernier, nous voici désormais en compagnie de «Don Carlos» pour entamer une nouvelle histoire lyrique. Elle nous plonge, celle-ci, dans les rouages parfois pervers du pouvoir, avec ses jeux d’emprises et d’ascendants, de dominations et de trahisons. C’est de cela qu’il est question avec cette nouvelle production genevoise, qui souligne jusqu’à l’excès parfois la part d’arbitraire évoquée dans le livret.

Des tableaux épurés
Résumée par gros traits, la trame de ce grand opéra en cinq actes est celle d’un triangle amoureux tragique où Philippe II d’Espagne convoite puis épouse Elisabeth de Vallois, promise dans un premier temps à son fils Don Carlos. Le mariage forcé, auquel se sacrifie Elisabeth, doit mettre un terme au conflit franco-espagnol, tandis que d’autres discordes, d’ordre religieux, enflamment les rapports entre la couronne espagnole et des provinces néerlandaises en quête de liberté. Les personnages du Grand Inquisiteur et de Rodrigue, marquis de Posa, incarnent, eux, ce conflit entre la doctrine catholique et les aspirations nouvelles de tout un peuple du Brabant et des Flandres.

Loin de ces tableaux saturés jusqu’à l’invraisemblable qu’elle avait brossés en 2021 avec «Les Indes Galantes» de Rameau, Lydia Steier signe ici une mise en scène épurée, où les gris sont de mise et campent une atmosphère pesante de bout en bout du drame. En tyran d’un régime totalitaire, Philippe II a les allures d’un phalangiste franquiste dans son pantalon bouffant, ses bottes hautes et son manteau en cuir où brillent des dizaines de médailles militaires. L’homme contrôle tout, ou du moins il le croit - le puissant dans l’affaire demeure le Grand Inquisiteur - et Steier le laisse entendre en plaçant des agents qui, depuis des interstices dans les décors, écoutent tout le monde, casques aux oreilles, et enregistrent chaque mot. L’allusion aux pratiques en vogue dans ces pays de l’Est placés sous la tutelle soviétique est évidente et assumée.

Difficile dès lors de vibrer, de se laisser emporter par l’intrigue, par la fougue amoureuse et par les attentes déçues, dans ce monde souvent lugubre, froidement éclairé et par endroits carrément sinistre. C’est un constat qu’on étend tout particulièrement au premier acte, où surgit dans la forêt de Fontainebleau un peuple misérable qui efface presque les élans de Don Carlos («Je l’ai vue, et dans son sourire») face à Elisabeth. On pourrait dire de même à l’acte suivant, qui plante un glacial cloître de Saint-Juste où repose Charles Quint. Ce cadre aux allures très minérales trouve un semblant de vie, de pulsations heureuses, dans les chorégraphies qui accompagnent la «chanson sarrasine» de la princesse Eboli. C’est un rare hors-piste, répété au troisième acte avec la scène de la fête de la reine, qui prend les formes d’une orgie sur une tournette qui pivote à une vitesse toujours plus soutenue.

L’aplat de cette production finit par mettre en lumière aussi les longueurs d’un livret que Verdi n’a cessé de remodeler, jusqu'à le réduire d’un quart dans la version italienne. Un ressenti qui pique tout particulièrement dans l’acte final, mais qui est aussi atténué par une direction de jeu aboutie. Les duos entre Rodrigue et Don Carlos - celui du pacte pour sauver les Flandres scellé au premier acte, puis celui du sacrifice final de Rodrigue - marquent les esprits. Tout comme la confrontation entre Elisabeth et Eboli, lorsque celle-ci dévoile la trahison qui lui vaut une mise au ban.

Orchestre en pastel
On retrouve les couleurs de ce «Don Carlos» plutôt dans le volet musical, en plongeant tout d’abord dans la fosse. Ici, le chef Marc Minkowski privilégie une approche où les accents, les dynamiques et les climax se succèdent de manière extrêmement fluide, sans aspérités ni heurts. Des couleurs pastel se dégagent ainsi de l’Orchestre de la Suisse romande, qui restitue toute la noblesse musicale de ce Verdi à la française. Les bois et les archets, si soyeux et sensibles dans les passages les plus chambristes, sont à eux seuls un régal envoûtant. Sur scène, on est conquis par la prestation du Chœur du Grand Théâtre, préparé par Alan Woodbridge. Depuis la scène de Fontainebleau jusqu’aux derniers souffles de l’œuvre, il a été bluffant de précision et de finesse.

Sur le plateau, la distribution ne souffre d’aucun point faible. Stéphane Degout crève la scène en Rodrigue, d’une projection généreuse, d’un grave assuré et d’un allant vaillant. À ses côtés, dans le rôle-titre, la musicalité et la clarté du timbre de Charles Castronovo siéent à merveille au personnage, à son élan et à sa fougue amoureuse. Dmitry Ulyanov impressionne quant à lui par des graves majestueux et boisés: son Philippe II déploie parfaitement les facettes du tyran tourmenté. Il faut saluer aussi l’assurance de Rachel Willis Sorensen, une Elisabeth puissante par le jeu et par une voix très nuancée.  Enfin, il y a l’excellente Eve-Maud Hubeaux, princesse Eboli virevoltante dans l’aigu et gracieuse dans les vocalises pour faire dire que les oreilles des mélomanes sont définitivement gâtées avec ce «Don Carlos».

DON CARLOS ou l'avis des autres

Damien Dutilleul – Olyrix.com – 16 septembre 2023

source: https://www.olyrix.com/articles/production/7076/don-carlos-verdi-grand-opera-ly…

 

L’Opéra de Genève ouvre sa saison par Don Carlos, chef-d’œuvre verdien ici donné dans sa version française sous la baguette de Marc Minkowski, et plongé chez les soviets par la metteuse en scène Lydia Steier.

Le Grand Théâtre de Genève poursuit, dès son lancement de saison, son cycle dédié au Grand Opéra français, avec le Don Carlos de Verdi, dans sa version française en cinq actes, incluant le ballet et le fameux « acte de Fontainebleau » qui narre la rencontre de Don Carlos et d’Elisabeth, la naissance de leur amour et le déchirement provoqué par le choix du roi Philippe II d’épouser la fiancée de son fils. Comme pour les deux opus précédents de ce cycle (Les Huguenots puis La Juive), c’est Marc Minkowski qui dirige l’Orchestre de la Suisse Romande. Le chef, certes pas spécialiste du répertoire verdien, est en revanche l’un des grands serviteurs actuels du Grand Opéra. Il dirige donc l’œuvre comme elle devait l’être à sa création, à la parisienne. Il donne ainsi aux phrasés une grande ampleur par des traits longs et puissants. Les somptueux graves qui accompagnent l’Inquisiteur coupent le souffle tandis que la noirceur des cordes durant le ballet annonce la tragédie malgré l’ambiance festive du bal.

Le Chœur du Grand Théâtre de Genève se montre inégal. Les pupitres masculins sont moins ensemble que leurs homologues féminins, qui ajoutent en plus la danse à leur prestation. Lorsqu’ils sont divisés en plusieurs groupes, des décalages apparaissent également. Les basses, toutefois, offrent de belles profondeurs en moines.

Sans doute, nombreux étaient les spectateurs à attendre de la metteuse en scène Lydia Steier, qui proposait l’an dernier une Salome sanguinolente à l’Opéra de Paris, une mise en scène très modernisée. Surtout dans cette maison genevoise dont le Directeur Aviel Cahn est un adepte du regietheater. Du coup, cette production qui respecte à peu près le livret a presque l’air sage. Certes, l’intrigue est transposée dans l’URSS, une époque où tout le monde, même les puissants, pouvaient être sur écoute : ainsi Philippe II, bien que roi, tremble tout de même devant l’Inquisiteur. La violence n’est jamais loin, aussi plusieurs pendaisons sont-elles mises en scène, ainsi qu’une exécution sommaire. En l’absence de danseurs, c’est le plateau qui valse durant le ballet, par une rotation à vive allure faisant tourner les têtes. Le tableau est alors très cinématographique, montrant ainsi simultanément Posa participant à une orgie (mais peut-on raisonnablement imaginer aujourd'hui une mise en scène moderne sans une telle scène ?), les moines qui épient, traquant tout comportement suspect (évoquant le film La Vie des autres), et l’attente de Carlos qui espère alors revoir son amante. Et c’est justement là que le choix de rendre Elisabeth enceinte (qui n’apporte pas grand-chose au demeurant) pose un problème dramaturgique : Carlos est supposé se méprendre, dévoilant son amour pour Elisabeth à Eboli qui porte le masque de cette dernière. L’erreur semble ici tout à fait impossible, Eboli et sa taille de guêpe pouvant difficilement être confondue avec une femme en fin de grossesse.

L’ensemble de la distribution offre une diction précise et aisément compréhensible. Charles Castronovo assume le rôle-titre avec une fougue à même d’expliquer les comportements sanguins du personnage. Son timbre ferme et ténébreux apporte toutefois une dose de gravité à cet homme torturé. Et quand la fatigue pointe, durant l’attaque du palais, sa technique prend le relai pour assurer l’essentiel sans compromettre sa capacité à briller dans l’acte ultime.

Rachel Willis Sørensen apporte à Elisabeth la sensibilité de son interprétation, à l’image du « oui » émis d’une voix chancelante lorsqu’elle doit accepter d’épouser Philippe. Sa voix à l’épais taffetas monte vers des aigus pleins et vibrants. Mais elle fréquente majoritairement un registre médian qui exprime le tragique même quand son personnage le cache.

Stéphane Degout campe un marquis de Posa dandy. Sa couverture vocale, qui sculpte un timbre mat et doux, n’empêche pas la puissance, notamment dans l’impressionnante fureur qui le prend en défense de la Flandre. Marc Minkowski salue la mort de Posa (son passage préféré dans l’œuvre, selon le programme de salle) en agitant les bras, incitant le public et l’orchestre à apporter à son interprétation les vivats mérités.

Eve-Maud Hubeaux construit une Éboli plus insouciante que femme fatale. Sa voix agile, intense et fleurie, se nourrit de résonnances profondes. Son interprétation frissonnante de « Ô don fatal » est investie, notamment dans ses premières phrases. Elle s’y mutile le visage (apportant à la mise en scène ses premières gouttes d’hémoglobine), tout en soufflant sur des graves de braise.

S’il a déjà fréquenté le rôle de l’Inquisiteur, Dmitry Ulyanov incarne cette fois celui de Philippe II. Il en a l’ampleur et la profondeur, ses graves étant riches et résonnants, mais aussi la prestance. Son air « Elle ne m’aime pas » paraît certes trop narratif et pas assez ressenti, ce qui se traduit notamment par un manque de legato. Surtout, sa noirceur vocale empêche en comparaison Le Grand Inquisiteur de Liang Li de se montrer plus inquiétant encore. Pourtant, ce dernier dispose bien de graves caverneux et bien projetés, ainsi que du phrasé sentencieux. 

William Meinert est un Moine ambivalent à la voix large et résonnante sans être imposante, qui atteint les profondeurs du rôle malgré son timbre assez clair. Malgré son jeune âge, il impose l’autorité du guide ou du spectre. Julien Henric soigne son interprétation du Comte de Lerme, d’une voix aristocratique et bien projetée, au timbre corsé. Ena Pongrac est un Thibault à la voix pure et cinglante, au vibrato très vertical. Giulia Bolcato, la Voix céleste, est ici la veuve d’un ouvrier pendu pour trahison au début de l’ouvrage. Son timbre diaphane est émis avec douceur mais fermeté, sa voix se montrant fine et agile. Les Députés flamands (Raphaël Hardmeyer, Benjamin Molonfalean, Joé Bertili, Edwin Kaye, Marc Mazuir et Timothée Varon) sont bien ensemble et investis dans l’expression de leur tragique destin.

Dans le finale, Carlos et Elisabeth assument leur amour sous le regard de tous, affrontant l'avis des autres. Leurs adieux ne sont pas ceux annonçant un éloignement. N’ayant pu se passer la bague au doigt, ils acceptent sereinement qu’on leur noue la corde au cou. Le public applaudit alors les artistes, équipe de mise en scène comprise, réservant finalement leur plus grand enthousiasme aux Français de l'étape : Eve-Maud Hubeaux, Stéphane Degout et Marc Minkowski.

DON CARLOS au Grand Théâtre: quand les voix subjuguent

Thibault Vicq – Opera-online.com – 15 septembre 2023

source: https://www.opera-online.com/fr/columns/thibaultv/don-carlos-au-grand-theatre-d…

 

Depuis son arrivée à la direction du Grand Théâtre de Genève, Aviel Cahn a toujours su lancer ses saisons en fanfare. Après Einstein on the Beach de Philip Glass (2019), Guerre et Paix de Prokofiev (2021), et La Juive d’Halévy (2022), nouveau chapitre de répertoire flamboyant grâce à la première version en cinq actes de Don Carlos de Verdi, qui mérite tous les éloges pour sa production et sa distribution.

Avec l’Exposition universelle de 1867, le compositeur espérait l’adoubement dans la capitale française, après les échecs de Jérusalem, des Vêpres siciliennes et de son Macbeth retouché. Malgré des efforts répétés pour étoffer le livret, de longues coupes lui ont été demandées à quelques jours de la première afin que les spectateurs soient en mesure de prendre le train après le spectacle… En voulant surpasser Meyerbeer, Verdi s’est attelé à une œuvre foisonnante dont la musique a déstabilisé (voire dégoûté) un public qui ne voyait dans la nouveauté qu’une identité wagnérienne, alors bête noire des conservateurs français – chez qui les raccourcis sont parfois légion. La version italienne de 1884, en quatre actes, s’est finalement taillée la part du lion dans les programmations internationales. Continuons à défendre la complétude et la cohérence de la partition originelle !

La metteuse en scène Lydia Steier (qui a traumatisé quelques âmes sensibles avec sa lecture plutôt trash mais extrêmement intelligente de Salomé, à Paris) place l‘intrigue dans une dictature de droit divin inspirée des républiques soviétiques – la religion en plus – et gangrénée par la surveillance de masse. Un décor tournant à l’architecture néo-antique laisse suffisamment de place aux chanteurs pour se mouvoir d’un espace à l’autre, tandis que dans les recoins, des hommes munis de casques retranscrivent en direct les conversations entendues secrètement de l’autre côté du mur… Au moment de retourner prier dans un costume de moine, la capuche est bien pratique pour cacher l’appareil auditif sur la tête ! Les mots chantés ne constituent pas toujours des pièces à conviction, mais la mise en garde amicale de Philippe contre Posa, en zone hors-écoute, est d’autant plus éloquente. Lydia Steier construit davantage un univers général et des interactions humaines que des personnages individuels, ces derniers évoluant dans une atmosphère qu’elle précise avec une direction d’acteurs exigeante. La dernière danse d’Élisabeth et de Don Carlos, la mort de Posa par le tir d’un gardien de cellule, la violence des confrontations entre Philippe II et le Grand Inquisiteur, le bal de l’acte III (virtuose dans son utilisation de la rotation du plateau), le bébé d’Élisabeth : la continuité de l’action et la profondeur du théâtre sont à saluer, car tout fonctionne !

Rarement une distribution ne nous aura aussi unanimement passionnés ! Le ténor Charles Castronovo hisse au grandiose sa matière vocale printanière, son style et sa pétulance. La clarté suprême de ce début dans le rôle-titre est intarissable, l’élasticité et la vaillance prédominent. En Élisabeth, Rachel Willis Sørensen met en chant des sentiments pleins de concessions, touche les cieux, suggère d’autres voies, sous-entend les enjeux politiques de ses décisions, reste exhaustive dans son illustration psychologique tout en partageant un langage synthétique, dans des nuances fluides en édifiants changements d’états. En bref, un personnage total d’une admirable acuité et d’une immense musicalité. Stéphane Degout, déjà Posa (en français) dans la production lyonnaise de 2018, porte avec lui le pouvoir de la phrase comme s’il tirait le fil d’une pelote de laine parfaitement démêlée. Il interprète un homme de confiance et de confidence aux idées claires, l’outsider qui fait perdurer le rêve dans ses textures mousseuses et ses lignes dorées, pour un sommet de chant français. Ève-Maud Hubeaux ponctue habilement Éboli –  l’un de ses rôles-signature – d’exclamations désespérées, de borborygmes revanchards, de déguisements vocaux de conteuse. Elle n’est pas qu’une, elle fédère magistralement la schizophrénie dramaturgique d’une protagoniste ambiguë et pugnace. Est-ce du théâtre, est-ce de la musique ? C’est en tout cas de l’opéra tel que nous en rêvons. Dmitry Ulyanov esquisse Philippe II en roi malheureux et ô combien bouleversant. Le timbre parfois guttural remonte aux origines du pouvoir, l’affaissement volontaire du chant proportionnellement à sa prise en main cruelle du royaume (et de sa distanciation avec la morale) développe des ombres qui continuent à hanter le spectateur encore bien après la représentation. Liang Li campe un Inquisiteur agonisant à l’étoffe d’empereur, Ena Pongrac vivifie les interventions du page Thibault.

Seul point noir au tableau : la direction anecdotique de Marc Minkowski, qui n’arrive jamais à utiliser le potentiel du superbe Orchestre de la Suisse Romande pour livrer un point de vue sur ce chef-d’œuvre. Les instrumentistes savent jouer ensemble, sans aucun doute : ils cultivent l’unité en étendard, s’écoutent et se passent la balle des solos avec grande classe, homogénéisent leur son en veillant aux équilibres. Le chef ne dépasse pas le stade de l’uniformité, ne cherche pas à creuser la surface ou à développer une architecture. Il dilue éhontément des mono-idées peu brillantes dans le savoir-faire de l’orchestre, si bien qu’aucun changement d’articulation ne se fait entendre avec les modulations. Son unique priorité semble de rester en rythme, qu’importe ce que la musique a à raconter. C’est du grand opéra qui ne se mouille pas, relégué à des préceptes d’accompagnement de ballet, c’est-à-dire « facile à suivre », ce qui n’empêche pas le Chœur du Grand Théâtre de Genève – lui aussi de belle composition – à peiner dans les départs, et de se retrouver souvent légèrement en avance par rapport à la fosse.

La fougue du grand opéra peut effrayer, mais servie par un plateau scénique aussi convaincant, il n’y aurait pas de raison de s’en priver.